12/12/2017

Sobre Sender en Moscú

Nuestra amiga Donatella Pini, profesora «studiosa senior» de la Universidad de Padua, gran hispanista, especialista en nuestro gran escritor, nos envía esta reseña del libro en que éste relató en 1934 su viaje a Rusia. Un libro que merecía toda esta atención y análisis, que agradecemos mucho a su autora. Quizá levante polémica, que acogeríamos, como ella, con interés y respeto.

 

 

Sacar del olvido, en el año 2017, el libro en que Ramón J. Sender contó en 1934 su viaje a la Unión Soviética – Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934 – es una iniciativa que merece nuestro entusiasmo y gratitud, ya que contribuye a restituir una atmósfera que fue entre las más incandescentes de España y de Europa, sugiriendo además, aquí y allá, posibles analogías con la actualidad.

Esta nueva edición, publicada por Fórcola con la colaboración del Instituto de Estudios Altoaragoneses, sale en un hermoso volumen tan pulcro estéticamente como científicamente equipado por el prólogo del autor de La edad de plata de la literatura española y maestro de la crítica senderiana, José-Carlos Mainer, que aquí dibuja, con el rigor que exigen los 83 años que distancian la primera de esta segunda edición, el perfil intelectual de Sender y la evolución de su compromiso político en el contexto de los años Veinte y Treinta, entre las dos opciones fundamentales del anarquismo de procedencia y del comunismo al que se estaba aproximando.

El libro nos restituye, con toda la vitalidad que le caracterizaba a los treinta años, las reacciones suscitadas en Sender por la estancia en la Unión Soviética entre mayo y julio de 1933. Allí Sender reunió artículos que habían salido ya en el periódico La Libertad entre el 27 de mayo y el 18 de octubre; la nueva forma en volumen, fragmentada en capítulos, mantiene el efecto de inmediatez que habían tenido los artículos periodísticos y el carácter de urgencia que respondía a la necesidad de informar sobre la nueva sociedad fraguada en la Unión Soviética, alternativa al nazismo y a los fascismos que estaban creciendo en Europa, y a la República estrenada en España en 1931.

Una república que el mismo Sender había apoyado pero de la que había disentido en seguida, como demuestran las encendidas “postales políticas” que lanzó entre abril y julio desde Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT regional catalana. Una república que, culpablemente, tardaba en aprobar la prometida reforma agraria de la que el campesinato español tenía necesidad extrema, que usaba los mismos medios coercitivos empleados por la dictadura recién acabada, al tiempo que se demostraba incapaz de tomar medidas eficaces para mejorar la condición de los obreros y tutelar la de los parados.

Sender, decepcionado por esta situación de insolvencia, se había comprometido en no ahorrar energías para delatar los errores que el gobierno republicano iba cometiendo, y había llegado a la convicción de que, para realizar un cambio radical, se había hecho indispensable adherirse y contribuir a fortalecer la opción comunista: una fuerza política de momento minoritaria en España, pero que se estaba afianzando gracias a la colosal capacidad de irradiación emanada por la Unión Soviética haciéndose vislumbrar como una verdadera alternativa respecto a un sistema sociopolítico conservador que seguía protegiendo los intereses de la clase patronal.

Es bien sabido que la Unión Soviética, mediante su poderosa máquina de propaganda, fomentaba la afiliación a la causa comunista de los escritores y artistas extranjeros. Viajaron a ella numerosos intelectuales como Barbusse, Gide, Wells, Koestler, éluard, Dreiser, Waldo Frank, y, entre los españoles, Fernando de Los Ríos, Pestaña, Rodrigo Soriano, Diego Hidalgo, Rodolfo Llopis, Julián Zugazagoitia, Luis Amado Blanco, Bergamín, Benavente, álvarez del Vayo y Chaves Nogales. Entre ellos, Sender fue considerado un icono de prestigio por ser un autor destacado de la novela social.

En 1930 había cobrado gran reputación gracias a Imán, novela pacifista en que se denunciaban los horrores y la corrupción de la política colonial española. Con su escritura vehemente, apasionada y dotada de enorme efecto, acababa de denunciar en una serie de artículos luego recogidos en libro, la culpa de que se manchó la Segunda República con la masacre de los campesinos de Casas Viejas. En O.P. (Orden Público) (1931), trasunto de otros artículos también publicados en La Libertad, había arremetido contra la represión carcelaria, identificada como rasgo consubstancial con la sociedad española. En 1932, había dejado constancia, en Siete domingos rojos, de una visión compleja que, sin ser ambigua, estaba madurando en relación con el anarquismo y sus compañeros anarquistas: admiración por su generosidad, su heroísmo, su afán por la libertad y el gesto puro, pero, al mismo tiempo, crítica respecto a la falta de disciplina, a la esterilidad de la praxis anarquista y a la ineficacia de la mística del sacrificio.

José-Carlos Mainer dibuja de manera densa y ágil a la vez, para el lector de hoy, el contexto político, social y cultural en que se forjó el inconformismo y el afán revolucionario de Sender. Reconstruye el clima beligerante en que se había fraguado, entre Aragón y Cataluña, su adhesión al anarquismo. Explica la eficacia hiriente de su pluma a la luz del periodismo de encuesta que, practicado con singular destreza, le había permitido denunciar, ya en 1926 en las planas de El Sol, el no inocente error judicial de Osa de la Vega, que pasaría a novelar en El lugar de un hombre nada más haber salido para el exilio. Sitúa en el contexto esperanzado y lleno de fervor que había arramblado con la dictadura y la monarquía, el espíritu de renovación y hasta de purgación que se había apoderado de muchos intelectuales como Sender, embebidos de cultura ácrata.

Premisas, todas estas, fundamentales para encuadrar la atormentada relación de Sender con el comunismo a partir de las primeras declaraciones en calidad de “compañero de viaje” que envió en enero y febrero del ’33 a Mundo Obrero y de las que publicó en julio, es decir justo durante su estancia en la URSS, en la revista Octubre.  Su participación en la guerra civil con responsabilidades militares de importancia al lado de los altos mandos del Quinto Regimiento, dio lugar a durísimos enfrentamientos que acabaron en falsas acusaciones de traición y marcaron el punto más dramático de su colaboración con el Partido Comunista que derivó con el tiempo en la gran decepción que nuestro escritor acabaría compartiendo con otros intelectuales del calibre de Dos Passos, Orwell, Koestler y Camus. Decepción que causó, durante el exilio, su acercamiento a los trotskistas y una nueva aproximación, por lo menos en el campo editorial, a los ácratas, determinando en él esa actitud angustiada que fue tildada de anticomunismo paranoico por muchos que, en la postguerra, y desde una España blindada por Franco, no podían comprender el acorralamiento y el chantaje en que se encontró, en los primeros años de su exilio, ese escritor “apóstata” y fugitivo.

Dentro de esta trayectoria, Madrid-Moscú representa la adhesión de Sender a la causa comunista aunque sin esconder algunas reservas. Hojeando las páginas de este libro chispeante, el lector capta la sincera admiración suscitada en Sender por el estajanovismo difuso que llevó a los enormes logros del segundo plan quinquenal, comparte el entusiasmo provocado en los rusos por la conciencia de estar construyendo una sociedad nueva, participa en la atmósfera dinámica de Moscú, pero no pierde el toque irónico con que el concitado ambiente moscovita, asimilado a un campamento donde nadie para ni dueme, queda contrastado con el más relajado de Leningrado: allí – dice Sender – “es posible, por ejemplo, detenerse a atar los cordones del zapato en la calle” (p. 135).

El lector percibe el aprecio de Sender por la colosal construcción soviética, pero nota también las fisuras que estorban una identificación absoluta y acrítica dentro de los límites de la información de que disponía. Al principio del viaje, la consideración que, al cruzar la frontera, mientras todos cantan la Internacional, él no canta ni levanta el puño, suena como una reserva frente a la borrachera revolucionaria colectiva. El lector no puede evitar de notar la sonrisa indulgente pero crítica del autor frente al sectarismo, la rigidez doctrinaria y la ingenuidad de algunos jóvenes que creen que el mundo, y ellos mismos, hayan nacido en el año 1917. Y capta la sorna con que, en medio de un Moscú que no duerme, Sender reivindica para sí el derecho a seguir teniendo costumbres de “pequeño burgués”, como por ejemplo el descanso nocturno: “Yo, que soy un pequeño burgués en medio del dinamismo socialista de estas gentes, me voy a dormir, porque a la una y media amanece, y si veo el día antes de acostarme me desmoralizo un poco” (p. 94).

El contacto con el mundo de la cultura resulta en estas páginas mucho más fecundo cuando se trata de asistir a realizaciones de teatro y cine, evidentemente realista, que de participar a discusiones donde se habla mucho más de política que de literatura o de la sensación de inferioridad de algunos poetas rusos frente al mundo occidental, además en espacios enormes y multitudinarios. El gran problema de la vivienda induce forzosamente la gente a la sociabilidad e impide también la intimidad amorosa, según alude Sender aquí y allá de forma más bien divertida.

Sobre el tema sexual Sender no se explaya aquí demasiado porque pasará a dedicarle todo un librito – Carta de Moscú sobre el amor (A una muchacha española) destinado a completar Madrid-Moscú – justamente centrado en la transformación de las costumbres causada por la revolución y en la emancipación de la mujer rusa frente a la inhibición y frustración de la mujer española.

Como era de esperar, la política entra por todas partes en Madrid-Moscú, tanto si se habla de las comidas colectivas o de las colas para la compra, como si se señala la escasez de espacios privados, la falta de recato en las duchas o la presencia de amplificadores de radio en cada habitación… Y, justamente en lo político, se dan momentos de tirantez entre Sender y sus guías o compañeros:  las diferencias más significativas entre el pensamiento de Sender y la línea marcada por el estalinismo se notan en la reiterada afirmación que la historia del comunismo europeo “comienza con el desarrollo del capitalismo industrial” (p. 245) y que su sistema no es la negación del capitalismo, sino su consecuencia dialéctica. Al final del libro, el subrayado de la necesidad de respetar las diferencias de los países occidentales con respecto a la Unión Soviética suena como una discrepancia de la teoría del comunismo en un solo país y un acercamiento al trotskismo a la vez que un residuo de la teoría antiestatal del municipio libre, mantenida por Sender durante la anterior fase anarquista; sus “postales políticas” para Solidaridad Obrera son un ejemplo revelador.

Una cosa está clara: como el mismo Sender admite al comienzo del libro, la observación y valoración de lo nuevo no puede sino partir de los parámetros que el observador retiene a partir de lo viejo. De ahí que la asimilación del soviet ruso al municipio libre de marca anarquista resultara improcedente a los centinelas de la ortodoxia comunista. Pero por un lado había la voluntad de fe en el comunismo abrigada por un Sender que estaba abandonando el anarquismo con no poco dolor, y por el otro la poderosa máquina de la propaganda soviética, decidida al principio a transigir con el eclecticismo y hasta con la heterodoxia de los intelectuales que quería atraer.

Sabemos que los artistas invitados a la Unión Soviética, en su mayoría, no estaban capacitados para calar hondo en la realidad social de ese país. Muchos españoles, además, tenían una preparación teórica insuficiente y apresurada, como se ha dicho y repetido por ejemplo en el caso de Rafael Alberti. Además, en estos viajes, muchas cosas quedaban escondidas a la vez que se enseñaban solo los aspectos positivos. Muchos ignoraban la lengua rusa. Sender admite este desconocimiento y hasta juega a veces de manera divertida con el extrañamiento lingüístico que le acompaña durante todo el viaje. El mismo uso sistemático de la primera persona plural en lugar de la primera singular, parece derivar de la condición concreta en que se realizaban las visitas a las fábricas y a los grandes espacios de concentración política.

El extranjero invitado veía las asambleas multitudinarias de la Plaza Roja, los mitines, comités y consejos obreros con los ojos de sus guías rusos que traducían las intervenciones orales, explicaban su significado y, necesariamente, orientaban y seleccionaban lo que había que enseñar. Sender tampoco disponía de una máquina de escribir propia ya que debía conformarse con la indispensable ayuda de una mecanógrafa. De esta situación sacamos grosso modo, incluso sin pensar en la censura que por cierto intervenía, que las notas de viaje del escritor aragonés debían adolecer de cierta eterodirección. A esto se deben, si no totalmente, por lo menos en parte, las declaraciones de admiración incondicionada por el escrúpulo informativo, la capacidad crítica, la madurez política de los obreros reunidos en asambleas casi permanentes, y hasta la identificación con una estética propagandística y de cartel al representar los puños de miles de obreros levantados al unísono.

Por otra parte, lo que hoy sabemos sobre los procesos de Moscú, no se conocía; además la mayoría debía celebrarse cinco años después. Pero del formidable sistema de la autocrítica encaminado a la “depuración” política sí que Sender habla, y de manera admirativa, así como de la expulsión de muchos camaradas con finalidad educativa, seguida por una fatigosa rehabilitación. Lo mismo pasa con el régimen carcelario, que Sender alaba por la urbanidad que lo caracteriza, encaminado hacia la recuperación del hombre comunista. Son páginas que hoy, a posteriori, parece increíble que hayan sido firmadas por el mismo autor de O. P. Orden Público; en cambio, restituidas a su contexto ambiental y temporal, denotan la voluntad de creer en un sistema que en la Unión Soviética se estaba construyendo en alternativa al occidental.

Chocan, y hasta pueden resultar siniestras a estas alturas, las palabras del escritor aragonés a propósito de la deportación de Victor Serge, el anarquista que en Cataluña se había adherido al movimiento de Salvador Seguí, y que Sender habría podido considerar como un hermano espiritual dada la afinidad con su trayectoria política: a un intelectual que le pregunta desde París si es verdad que Serge se encuentra preso en la URSS, contesta rotundamente que la cárcel, en la URSS, es muy diferente a la de Francia o España, y por tanto puede ser saludable y hasta formativa. ¡Hasta ahí debía llegar la voluntad de fe y de persuasión de Sender? Pero es que Sender sugiere dos respuestas para la pregunta del compañero francés. Dos respuestas contrarias que suenan como el eco de otras tantas que sus guías soviéticos le darían a él: la primera meramente glosada y ampliada, la segunda anticipada por la afirmación que, en el caso de que la cárcel de Serge tuviese carácter represivo, él no tendría reparo en denunciarla:

 

– “Es cierto. Está en la cárcel.

Si le hubiera dicho estas palabras, hubiera mentido, porque la cárcel de la que me habla mi compañero francés se desconoce en la Unión Soviética. Yo, que en un país capitalista hubiera sentido profundamente esta incidencia y que si se produce algún día protestaré al lado de Victor Serge y de cualquier otro escritor, aquí, después de ver una cárcel, no puedo protestar. Me hubiera costado poco trabajo decir las frases de ritual, salir del paso con palabras neutras. Pero yo no debo mentir.

–Victor Serge no está en la cárcel. Está imposibilitado de hacer agitación y crítica contra los soviets. Nada más” (pp. 198-199).

 

Es una manera un tanto críptica de expresarse, pero ahí está para explicarla el artículo “Victor Serge y los cuidados de Stalin” que Sender publicará el 7 de julio de 1956 en El Diario de Nueva York, D-2 (nunca agradeceré bastante a los amigos del Instituto de Estudios Altoaragoneses el habérmelo facilitado con tanta rapidez). Cuenta allí Sender entre otras cosas que durante su estancia en la URSS, en 1933, había tenido un papel activo en la liberación de Serge; el cual se enteraría de esto en los últimos años de su vida; y se lo dijo un día a Sender, en México. El amigo francés se llamaba Marc Bernard y el telegrama en que solicitaba noticias sobre la prisión de Serge fue exhibido por Sender en Moscú por todas partes “con una despreocupación cándida”:

 

Me limitaba a preguntar en la Unión de Escritores Soviéticos: ¿Es verdad lo que me dicen en este telegrama? Yo tenía que contestarlo y antes debía informarme. La cosa no tenía malicia. Yo no la tenía, en realidad. Pero no hay intrigas más eficaces que las de la inocencia. Durante tres días pregunté a más de treinta personas (diez cada día, más o menos) en diferentes lugares procurando que fueran siempre burócratas políticos en puestos de responsabilidad […]. Sacaba yo el telegrama del bolsillo como por azar y lo daba a leer.

Naturalmente, nadie me decía nada concreto. Todos sabían que era verdad y aplazaban su respuesta. Tenían que consultar. Entre tanto, me preguntaban quién era Marc Bernard. Yo decía vaguedades elogiosas y asociaba su nombre con otros más conocidos. Luego volvía a preguntar qué podía responder sobre la suerte de Victor Serge. Decía que Gide estaba muy interesado por él y que también me habían hablado del caso Romain Rolland y algunos jóvenes escritores que fluctuaban en torno a las revistas de ideas avanzadas. Y citaba a Paul Nizan. Y a otros amigos. Porque solo los nombres y apellidos dan autenticidad a las referencias.

Ellos me escuchaban y daban más tarde su versión a los superiores gerárquicos. Porque todo el mundo en los regímenes totalitarios tiene superiores gerárquicos. Y, naturalmente, por la tendencia a dramatizarse que suele tener la gente, amplificaban un poco. Después de tres días, la cuestión considerablemente aumentada llegaba al conocimiento oficial del jefe de policía y de Stalin. No se trataba de un simple telegrama, sino del mundo intelectual francés, sorprendido y escandalizado por la prisión de Victor Serge. Stalin, una vez más, tenía miedo. Y por fin me dijeron oficialmente que Victor Serge estaba en la cárcel, pero que iba a ser reconsiderado su caso. Es lo que yo respondí a mis amigos.

No solo fue puesto en libertad, sino que le permitieron salir del país”.

 

Sencillamente, el texto de 1956 proporciona la aclaración y hasta la gramática para entender las elipsis de 1933.

A propósito de Victor Serge, encuentro inteligente y meritorio el hecho de que la casa editorial Bollati Boringhieri acabe de ofrecer al público italiano una reedición de su Da Lenin a Stalin. 1917-1937. Cronaca di una rivoluzione tradita, con prefacio de David Bidussa: una operación tan oportuna como lo es, para España, la reproposición de Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934 por parte de Fórcola. Volver a leer hoy ambos libros simultaneamente da la evidencia de la diferente información, desde diferentes dislocaciones espacio-temporales, de que disponía una militancia revolucionaria que por otra parte tendía hacia objetivos afines.

En el caso de Maiakovski, Sender evidencia desde el principio, a pesar de la veneración colectiva que le rodea, el tabú que se ha creado alrededor de las causas de su suicidio: “Nadie las conoce”, comenta. Y dos líneas después: “Nadie sabe nada” (p. 89). Se nota que, en este contexto de general aplauso para la creación social y cultural soviética, hay excepciones que atañen no solo al estilo de vida sino, más en profundidad, a la ideología y a las soluciones políticas que no es posible replicar al pie de la letra en países como España y Francia donde, a diferencia de Rusia, hay que contar con la anterior experiencia del capitalismo.

Se percibe entre líneas que muchas fueron la discusiones entre Sender y los dirigentes comunistas durante esa estancia en la URSS. Los elementos disonantes a los que he aludido constituyen – entre otros muchos que se captan en este libro – la traducción narrativa o dialógica tanto de las dificultades que el escritor aragonés tuvo para alinearse a la política soviética como de las sospechas que sus reparos despertaban en la dirigencia.

El lector capaz de captar este clima contrastado puede averiguar que su percepción no pertenece necesariamente al ámbito subliminal y subjetivo sino que corresponde a una situación objetiva, en un documento que fue publicado hace veinte años por Antonio Elorza y que no deja lugar a dudas: “Ramón J. Sender entre dos revoluciones, (1932-1934)”, en J. C. Ara Torralba y F. Gil Encabo (eds.), El lugar de Sender. Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender (Huesca, 3-7 de abril de 1995), Huesca: Instituto de Estudios Altoaragoneses; Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1997, pp. 65-84. Me refiero al informe sobre Sender que redactó Víctor Codovilla, delegado de la Internacional Comunista en España, donde se sometía a una criba implacable la postura del escritor aragonés a la vuelta de la URSS: una postura que resultaba, sí, progresivamente concorde con el PCUS y la Internacional Comunista pero diseminada por elementos residuales de cultura ácrata que hacían de él un sujeto “utilizable” para formar un “movimiento puente” con los anarquistas.

Ramón J. Sender, Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934, prólogo de José-Carlos Mainer. Madrid: Fórcola Ediciones, 2017.