‘El infinito en un junco’ de Irene Vallejo: la naturaleza de un éxito
Irene Vallejo
El infinito en un junco
La invención de los libros en el mundo antiguo
Madrid: Siruela
2019, 449, págs.
El infinito en un junco no necesita que nadie lo presente. Pero quizá valga la pena intentar explicarse las razones de su éxito en un país que puede presumir de estar entre los últimos de Europa en número de lectores.
Hay algo fácil de encontrar en el mundo anglosajón y que aquí escasea, la divulgación de altura. De altura, porque las notas (págs. 405-431) muestran que el basamento en que se apoya cuanto dice la autora no es precisamente escaso (ojo, divulgación no significa que leyéndolo no pueda uno aprender muchas cosas). Pero, libre de la pesadez propia de la prosa académica, mientras los demás, qué le vamos a hacer, escribimos como si diésemos una clase, Vallejo, recordando la oralidad, nos cuenta una historia, erudita, sí, pero historia, la de un objeto muchas veces mínimo y familiar, perfecto en su aparente sencillez, sobre el que descansaba hasta hace poco nuestra cultura.
Desde el prólogo mismo, que, contra la costumbre, comienza narrando para seguir luego en capítulos que, a veces, se subdividen en secuencias breves, lo cual nos facilita acompañar a la autora en su viaje. Porque, reconozcámoslo, con brillantez y elegancia, es capaz de llevarnos donde quiera.
Aunque no es solo el estilo, hay otras claves. Vallejo no cuenta tanto la historia del libro cuanto la de su amor por el libro, esto es, se pone a sí misma en cuanto dice (que es lo propio del ensayo). Una presencia que no retrocede ante lo autobiográfico: su despiste inicial en una biblioteca de Oxford; víctima de acoso escolar, la llegada a un instituto de bachillerato supuso para ella una liberación… experiencias que puede haber compartido el lector. El yo de Vallejo no oculta su condición femenina: si el poeta Marcial volviera a la vida “no tendría ni la más remota idea de la utilidad […] del pintalabios, las gafas de sol, el sacaleches o los tampones” (p. 316). Pero con una naturalidad que se agradece; en la misma línea, el inteligente subrayado de la presencia de las mujeres en lo que cuenta. Es el de Vallejo un yo simpático: remata su libro con una larga relación de agradecimientos en la que se acuerda –rara avis– de sus profesores y, entre ellos, de los de instituto. Nada que ver con el necio autodidactismo pretendido de tantos sedicentes creadores al uso.
El infinito en un junco está estructurado en dos partes claras. En la primera, al hilo de la historia del libro, la autora nos participa su auténtica historia de amor por Grecia (que compartimos); en la segunda, Roma, cuya barbarie se destaca con energía. Motivos no faltan, aunque ¿acaso era mejor la condición del esclavo o de la mujer en Grecia? En absoluto. Al contrario, el esclavo en Roma podía comprar su libertad y la mujer disponer de una libertad desconocida para las griegas. Cualquier lector de Tucídides sabe que en violencia y crueldad los griegos nada tenían que envidiar a los romanos… salvo que fueron militar y políticamente mucho menos eficaces. Y es que Roma, capaz de ejercer la violencia como nadie, también demostró una capacidad jamás igualada para la asimilación de pueblos, lenguas y culturas. Libres de obsesión identitaria, ningún problema en que un emperador fuera hispano, libio u oriundo del Danubio. En fin, que el recorrido romano queda, en comparación con el griego, algo disminuido. De hecho, de las letras latinas casi solo aparecen extensamente Marcial y Ovidio. Cuánto nos hubiera gustado leer más de Cicerón, que tanto habla en sus cartas de libros o escritura, de Horacio, que tan bien expresa en sus sátiras el ambientillo culto de la época, o de Virgilio, que quiere quemar su Eneida, por imperfecta. Por mucho que nos fascine Grecia, somos más directamente herederos del mundo helenístico, donde nace la filología, y de Roma que de Grecia, a la que hemos perdido por completo.

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979). Fot. Ignacio Gil
La escritura de Vallejo avanza en un constante vaivén entre el pasado y el presente. No escasea en comparaciones –por ejemplo, entre la Alejandría del s. IV y Gangs of New York, de Scorsese (p. 226)– que acercan lo narrado a lo familiar al lector. Es un subrayado de la continuidad de la cultura, una táctica a la que contribuye el patetismo, entendiendo por tal la apelación a los sentimientos del lector o lectora. Así, no nos permite pasar por alto la realidad del castigo corporal en la pedagogía de la Antigüedad, o la barbarie del esclavismo, o la crueldad necesaria para la elaboración del pergamino de la mejor calidad. La propia autora lo justifica al recordar la conocida tesis de Walter Benjamin: no hay documento de cultura que no sea, a la vez, documento de barbarie (p. 396). Pero en este, como en todo proceder, hay un riesgo: el anacronismo, como cuando, a propósito de Antígona habla de «la ley internacional» (p. 397).
Y nos surge aquí el interrogante. ¿Subrayar lo que nos distancia del pasado para hacer sentir que se trata de un mundo radicalmente otro, o pretender ver en los antiguos a nuestros contemporáneos, lo que aplana la diferencia histórica? Problema este que no tiene, no lo vamos a ocultar, solución posible, al menos simple y de una vez por todas.
El infinito en un junco sugiere preguntas. Es lo propio de un libro que da que pensar: los románticos ya sabían que lo malo se anula por sí mismo. Mucho nos gustaría proseguir la conversación con la autora sobre estas y muchas otras cuestiones; sí, conversar. ¿Se acuerda alguien de lo que es la conversación culta? En el país del griterío, la descalificación y el insulto, alguien que habla con cariño del libro y que, al valorarlo como instrumento de cultura, subraya su trascendencia, representa un verdadero descanso. Quizá tenga algo que ver con su éxito. Si, como creo, va por 26 ediciones, todavía hay esperanza.