Huevos de Corral
No es un tipo cualquiera. Ni siquiera es un escritor cualquiera. Es el presidente de una asociación regional de escritores, y eso luce mucho, tanto, por lo menos, como ser presidente de una comunidad de vecinos. Además, él es un superventas, lo han traducido al swahili y pronto lo traducirán al arameo. Pero fuera de Daroca nadie lo reconoce, cuando baja o sube por Independencia la gente no lo señala con el dedo ni le asaltan para pedirle autógrafos, lo que le jode una barbaridad. A veces piensa que debería dejarse crecer una barba afilada como la de Pérez Reverte, o perder su pudor provinciano y atreverse a llevar camisas de dragones como las de Ruiz Zafón. Entonces todo el mundo lo reconocería, sería famoso, Belloch le pediría que leyera el pregón de las fiestas de El Pilar y los zaragozanos se emocionarían hasta el delirio con su discurso, un sermón que haría temblar el Misterio. ¿Y si se comprara un sombrero como los de Umberto Eco?
Él querría ser un escritor carismático, no sólo un vendedor de novelas históricas. Cuando le colocan un micrófono delante pone voz de cardenal, la voz con la que se dicen las verdades como templos, y cuando pasa por la librería Antígona toma buena nota de los libros que hay en el escaparate, para maquillarse de intelectual y que no se descubra que se alimenta exclusivamente de legajos. (Lo sé porque lo he visto. Y acojona verlo sacar su libretita de apuntes: parece un espía de la SGAE o un policía de la Stasi). Con los años se ha perfeccionado en el arte de hablar de los libros que no ha leído. Las librerías, como los cuartos oscuros, le han dado repelús desde que era niño y jugaba con su espada de madera a descabezar moros en las murallas de su pueblo. Si entra en una librería es para firmar ejemplares de sus novelas, no para perder el tiempo hojeando las de sus competidores. Y puestos a elegir, se queda con la sección de libros de El Corte Inglés, donde él es el rey indestronable, aunque la mora Zaida y Doña Urraca anden siempre conspirando para arrebatarle su legítima corona.
Ser presidente de una asociación regional de escritores tiene también sus inconvenientes. A diario recibe libros con los que no sabe qué hacer. El último, el Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos, un tochazo que huele que mata a cadaverina y no sirve ni para calzar una mesa. ¿Qué necesidad había de exhumar tantos cadáveres? El cupletista y tanguista Javier Barreiro ha hecho con la literatura aragonesa lo que no le han permitido hacer al juez Garzón con la memoria histórica: ha rescatado cientos de cadáveres de las fosas comunes y de las cunetas para darles sepultura en un cementerio de papel. Bien mirado, el Diccionario de Barreiro es como la torre-osario de la iglesia de San Antonio, un revoltijo de huesos, una colección de lápidas condenada a criar polvo, sombra y telarañas. Habría que celebrar una misa anual, como la que celebran cada año los camisas negras, pero en la iglesia de los Corporales, para honrar a los caídos por la literatura aragonesa. El presidente de la asociación regional de escritores, investido con la púrpura cardenalicia, oficiaría la homilía y Barreiro haría de monaguillo, pasando la bandeja. ¿Y el director del Centro del Libro de Aragón? Ese se encargaría de tocar la campanilla.