andalán 50 años » II. Des-velando Andalán » 2.5. Intrahistoria
Una alegría, que no te quiero ni contar
Zaragoza, 1980
Tengo 18 años. Entro en la Facultad de Ciencias Empresariales de Zaragoza. Mi padre Alberto me ha animado a estudiar esta carrera: “Te va a ayudar a entender el mundo y a ordenarte la cabeza. Y a ti se te dan bien las matemáticas”. Entre mis profesores del primer curso, sobresalen los de Historia Económica, Eloy Fernández Clemente y Carlos Forcadell, brillantes, entretenidos, con carisma. Mi padre me advierte que Eloy es algo parecido a una leyenda. Es el fundador de Andalán. Recuerdo el día en el que había escuchado por primera vez ese nombre. Mi padre, en el kiosco de Calamocha, me señaló la portada y dijo: “Mira, hijo, Andalán”. Tuve que investigar qué diablos significaba eso de ‘andalán’: “zanja abierta para plantar árboles en vez de hacer un hoyo para cada uno”. Tendría yo unos 14 años.
1981
En los pasillos de la Facultad, entre clase y clase, hablamos de todo, de la carrera, de política, de chicas, de cine, de la vida o del Real Zaragoza, sobre todo cuando ha venido a clase Víctor Muñoz, la figura de nuestro equipo. Un compañero me anima a escribir de cine en El Bejorro, un fanzine muy alternativo y comprometido que lidera un profesor de matemáticas de la Facultad, Pedro Arrojo, un activista social y político de altos vuelos que sería Premio Goldman de Medio Ambiente. Escribir de cine es mi sueño desde niño. En realidad, escribo de cine desde que, a mis 11 años, en la Universidad Laboral de Cheste (Valencia), un profesor me encargó dirigir el cineclub del colegio, escribir las reseñas de las películas y moderar los coloquios.
1982
Mi profesor de Economía de la Empresa, y vicedecano de actividades culturales, Alberto Lafuente, me sigue en El Bejorro y me encarga coordinar en la Facultad un ciclo de cine. La idea es programar durante cuatro viernes cuatro clásicos e invitar a alguien a presentarlos. Alberto y yo pensamos que la persona ideal es Manuel Rotellar, fabuloso historiador, ensayista y crítico con el que coincido en los cines, pero al que nunca me he atrevido a saludar. Alberto consigue el teléfono de Manolo, lo llamo y él acepta mi propuesta con una rapidez casi desconcertante, sin poner una sola pega, sin exigir nada. Me cae bien antes de conocerle y aún me cae mejor después. El primer día presenta El hombre tranquilo, un título que le sienta como un guante al propio Manolo. Después, vamos al Café Levante. Nos contamos la vida. Me parece un ser impactante, tierno y arrollador. Cuando le cuento que Eloy Fernández Clemente ha sido profesor mío, me habla de él con devoción. De él, de José Antonio Labordeta y de Andalán, donde tanto ha escrito de cine. Yo aún no lo sé. Pero esa noche, en el Café Levante, nacen muchas cosas decisivas de mi vida.
1982-83
Manolo y yo nos hacemos amigos para siempre, aunque, en ese instante, no sospecho hasta qué punto ese ‘siempre’ duraría tan poco. Quedamos casi a diario. Paseos sin fin, pepitos de ternera en la Cafetería Las Vegas, visitas a su guarida en el barrio de Delicias, un pisito lleno de libros, cajas de cerillas con fotogramas dentro y cintas de casete con el sonido de las películas que graba en los cines. Frecuentamos el cine Arlequín. Ahí realiza las proyecciones la Filmoteca de Zaragoza que él mismo dirige. En las noches del ciclo Buñuel, veo en el Arlequín a mi profesora de Marketing, Yolanda Polo, acompañada de un joven rubio, con gafas y cara de muy buen chico, José Luis, Pepe, Melero.
1983 Octubre
Un viernes acudo al Teatro del Mercado, a un coloquio, ‘Maneras de vivir’, con Paco Simón, Alaska, Javier Sádaba, Víctor Viñuales, Juana Guinzo y José Antonio Labordeta. Intervengo desde el público. Al final, saludo a José Antonio y le digo que compartimos un amigo, Rotellar, con el que esa noche he quedado a cenar en el restaurante Casa Emilio. José Antonio me cuenta que ellos, los del coloquio, también van a cenar allí. Al llegar al restaurante, José Antonio nos anima a Manolo y a mí a incorporarnos a su mesa. La misma noche en la que conocí a José Antonio Labordeta, entré con él por primera vez en Casa Emilio y cenamos con Manolo Rotellar.
Resulta que, el día siguiente, Manolo y yo vamos al mismo lugar que Labordeta: Calanda. Se le rinde un homenaje a Luis Buñuel, que ha muerto ese verano en México. Alberto Sánchez Millán nos lleva en su coche. En Calanda conozco a Alejo Lorén y Antonio Artero.
Una tarde reparo en que en el Paseo de la Independencia te acabas tropezando con todo el mundo: en el plazo de quince minutos Manolo me presenta a Rafael Bardají, a la altura de la sede del Heraldo de Aragón y, en la terraza de Las Vegas, a Agustín Sánchez Vidal y Ana Marquesán. Otro día, en la Avenida Goya, me encuentro a Manolo con José María Gómez Pena, “Cuchi”, crítico de cine. Las tardes de los miércoles Manolo me lleva a los Espumosos del Paseo Sagasta, a la tertulia con sus amigos Emilio Alfaro, Fernando Ferreró o Miguel Luesma. Allí también se habla mucho de Andalán.
1983 Noviembre
En el cine Cervantes, mientras vemos Amarcord de Fellini, Manolo se queda dormido. Días después, en el cine París, con El último tango en París, de Bertolucci, le sucede lo mismo. Me resulta extraño, pero sólo eso. Una mañana Emilio Alfaro me cita en su consulta y me suelta la bomba: Manolo padece un tumor cerebral maligno y ha sido ingresado en el Miguel Servet. Lo primero que me pide el cuerpo es ir a ver a Eloy para compartir el dolor. Eloy ya lo sabe. Desde ese día, cada mañana, acudo al despacho de Eloy y llamamos a Carmen, la hermana de Manolo, para que nos informe de su estado. Las impresiones no pueden ser peores. Una mañana, Eloy y yo paseamos hasta el Servet para ver a Manolo. Eloy tiene 41 años y yo 21. Manolo se alegra mucho de nuestra visita. En la mesilla de su cama, tiene un libro sobre la historia del teatro que le ha regalado Dionisio Sánchez. Encontramos a Manolo muy débil. Salimos del hospital abatidos. En el camino de vuelta, no dejamos de hablar de la amistad, de la vida y de la muerte. Ese paseo nos hace íntimos de repente.
1984 Domingo, 15 de enero.
Vivo con mi hermana Carmen, Celia Martín y Chus Ruiz de Larramendi en Porvenir, 22. No tengo teléfono. Llaman a la puerta. Es Alejo Lorén: “Soy portador de malas noticias. Ha muerto Manolo Rotellar”. En el funeral, la plana mayor de Andalán. Manolo es el primer amigo que pierdo. “Ese es el que más duele”, me deja caer mi madre Felicitas.
1984 Octubre.
Eloy lee mis textos de cine en El Bejorro y me lanza una propuesta que me suena a música celestial: escribir de cine en Andalán. La primera tarea que me encomienda ya no puede ser más simbólica: un inventario de todas las colaboraciones en Andalán de Manolo Rotellar, el ser angelical que nos había unido muy poco antes de morir. Su plan es publicar ese inventario en el primer aniversario de la muerte de Manolo, en enero de 1985. Durante unos tres meses, acudo a San Jorge 32, Principal, la sede de Andalán, y me sumerjo en la colección del periódico. La tarea me lleva a analizar número por número para rastrear los textos de Manolo. Pero, de paso, leo cientos de artículos de otros muchos colaboradores y me empapo bien empapado del tono, la intención, el espíritu, la cultura, el estilo y el aire de Andalán. Tengo 22 años y me estalla la cabeza. Andalán da un vuelco a mi modo de ver y entender Aragón, su historia, su presente, su cultura, su gente.
1985 Enero.
Publico en Andalán el trabajo sobre Rotellar, con un texto de presentación. La ilusión es tan grande que me hago con varios ejemplares. Al verlo en los kioscos siento una felicidad absoluta. Cuando mi padre, primer responsable de mi fijación por cine y los periódicos, lee mi artículo, siente un arrebato de orgullo: su hijo pequeño escribe de cine en la mítica Andalán.
Lo siguiente que publico es un reportaje sobre el rodaje de La vaquilla, la película de Berlanga, por la que, con la excusa de hacer de figurante, había pasado varias semanas en Sos del Rey Católico. Es el primer reportaje de mi vida. Se lo enseño a Eloy y él me lo corrige con un mimo que sé que jamás voy a olvidar. He ahí un maestro.
Tampoco voy a olvidar el carné de crítico, que me abre las puertas de todos los cines. Hay tardes que veo, por la cara, cuatro películas, a las 5, 7, 9 y 11.
1985
Desde el otoño de 1984, acudo, cada lunes, a la reunión de Andalán en San Jorge 32. Entre los más habituales, Eloy, Labordeta, Emilio Gastón, Carlos Forcadell, Juan José Carreras, Enrique Grilló, Carmen Rábanos, Teresa Agustín, Roberto Benedicto, Javier Delgado, Ángel Vicién, José Mari Lagunas, Carlos Romance y Antonio Peiró, el redactor jefe. Y, también, Pucha y Julio, que nos ayudan en todo.
Muchos de ellos son supervivientes de la época dorada de Andalán, la que abarca, más o menos, entre 1972 y 1981, la pura Transición, cuando esta publicación había atraído a la élite intelectual, universitaria y cultural de Aragón. Tiempos muy calientes: habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad. En 1982 aparece El Día de Aragón, que se nutre en buena medida de periodistas y colaboradores forjados en Andalán: Pablo Larrañeta, José Ramón Marcuello, Lola Campos, Plácido Díez o Luis Granell. De algún modo, o de varios, El Día camina por el sendero abierto por Andalán y recoge a su lector medio. Y eso Andalán lo acusa, cómo no. Eloy, que había dejado la dirección en 1977, vuelve a tutelar a su criatura, empujado, sobre todo, por el empeño de Labordeta. El Abuelo tiene a Eloy en un altar. Eloy está detrás de la invención de un Aragón diferente y, también, de un Labordeta distinto. Un día le pregunto a Labordeta: ¿Qué habría sido de nosotros sin Eloy, Abuelo?. Él me responde: “Casi nada, Luis”. Y, tras una pausa, “Bueno, nada”.
En las reuniones de los lunes se deciden los contenidos y colaboradores. Andalán, ahora quincenal, tiene un aire mucho más cultural y social que político. Los contenidos políticos, más pegados a la actualidad, se dejan, por decirlo de algún modo, en manos de El Día.
Lástima que no grabemos las reuniones. Cada lunes, en San Jorge 32, se habla de temas muy serios con rigor, pero con una retranca enorme. Nos pierde la tentación somarda y la pasión por el surrealismo. Pero yo -con Carlos Romance, el más joven del grupo- aprendo muchísimo de todo: de los recovecos de la política y la cultura; de ecologismo y feminismo; de derecho, historia, literatura, poesía, pintura, fotografía, música, teatro o sociología y, por descontado, de cine y de periodismo. Yo ni siquiera me había planteado estudiar cine o periodismo porque, sencillamente, mis padres no podían mantenerme en una ciudad diferente a Zaragoza, en la que, entonces, no se podía estudiar ni una cosa ni la otra. Pero esos años en Andalán son una escuela maravillosa. Andalán me hace sentir periodista.
Aragón, cómo no, es una estrella de las conversaciones. El aragonesismo de Andalán representa para mí la mejor versión del nacionalismo, tal vez la única que me cae bien. Mezcla, alrededor de Aragón, una adicción sentimental con un profundo conocimiento y una mirada lúcida y crítica. Se trata de celebrar y potenciar sus grandes valores pero, también, de poner el dedo en la llaga de sus debilidades y carencias y de denunciar los abusos, injusticias y maltratos sufridos. Es un aragonesismo culto, sofisticado, fino, tolerante, respetuoso, antiarrogante y nada bobalicón, que no considera a Aragón por encima de nada ni de nadie. Pero tampoco por debajo. Porque, entre otras cosas, qué vulgar parece competir con nada ni con nadie.
Las personas con las que comparto la mesa de redacción son de alta calidad. Al acabar cada reunión, cena. A veces buscamos un restaurante cercano a San Jorge, pero, casi siempre, acudimos a Casa Emilio, nuestro templo y refugio favorito. Emilio Lacambra es uno de los nuestros, de los mejores de los nuestros. En las cenas, se desatan debates muy encendidos y nos reímos del mundo. Una noche mantengo un simpático debate con Teresa Agustín sobre Memorias de África. A ella le gusta y a mí, salvo la música, me ha parecido un tostón. Emilio Gastón recita sus poemas a su delirante manera. Labordeta, dicharachero, chispeante, zumbón. Cada lunes evoca sus fines de semana. Un día nos habla del recital homenaje a Dolores Ibárruri en el que ha participado y del beso que le dio Ana Belén. Nos lo quedamos mirando con la boca abierta.
1985-86
Estudio 5º de Empresariales. Eloy me lanza esta propuesta: ocuparme de la administración de Andalán. Él me confiesa su profunda inquietud por la situación financiera y yo me apaño para hacer algo parecido a una auditoría interna. La conclusión es desoladora: técnicamente, estamos en quiebra y el horizonte se presenta muy negro. Las ventas caen en picado y apenas entra publicidad, más allá de la institucional y la de algunos amigos, como Casa Emilio.
Desde octubre de 1985 soy profesor de la Facultad, en el departamento de Economía de la Empresa. Quedo a comer con Eloy casi a diario. Muy a menudo, nos acompaña Mariano Gistaín, gran amigo y el escritor más explosivo que hayamos conocido. En esas comidas comenzamos a llamar ‘Elua’ a Eloy. Algunas tardes el Abuelo nos lleva a su casa de Zurita y nos canta en primicia sus nuevos temas. Andalán, y su cada vez más delicada situación, sobrevuela sobre nuestras charlas, risas y canciones.
Cada quince días, escribo, a mano, mis artículos, que entrego a Antonio Peiró. Una mañana Antonio pasa con un coche cerca de mí y me grita desde la ventanilla: ¡¡¡Luis, el artículo!!!. Publico entrevistas con Antonio Artero, Leandro Martínez, Ana Gracia o José Luis Borau, al que voy a ver a Madrid y a los Mallos de Riglos durante el rodaje de Tata mía. Le entrevisto en el Parque de Huesca en una formidable tarde de verano. Borau es muy cumplido. Cuando sale la entrevista, nos escribe a Eloy y a mí una carta y nos da las gracias. A veces, Borau recuerda, con sorna, que la crítica más dura sobre Furtivos había salido publicada, precisamente, en Andalán, en Zaragoza, su ciudad. Le replico que los aragoneses procuramos estar a la altura de nuestros clichés, de nuestra leyenda. Y se ríe.
1986
En una reunión de los lunes, aparcamos las risas y Eloy y yo detallamos el estado de las cosas. Parecemos condenados al cierre pero, antes, hemos de lograr financiación para saldar las deudas y respirar tranquilos. Labordeta había puesto dinero a fondo perdido en varias ocasiones, pero Andalán era un pozo sin fondo. En la tormenta de ideas, hay una que parece sensata y factible: pedir a los amigos artistas que nos donen una serigrafía y procurar la venta de las obras a las instituciones. La ponemos en marcha, con éxito. Eloy, Labordeta y yo nos citamos con Andrés Cuartero, el inteligente vicepresidente del gobierno de Santiago Marraco. Cuartero y Marraco lo tienen todo para apreciar el peso de Andalán en el Aragón de la Transición y en ellos mismos: ambos proceden del PSA (Partido Socialista de Aragón), la representación política del alma de Andalán. Cuartero aprueba la compra de las obras de arte y, de algún modo, nos permite cerrar con dignidad.
Mientras tanto, buena parte del equipo de Andalán, y otros cómplices como Luis Calavia, nos enredamos en otra aventura: una productora de cine para tratar de sacar adelante una película de Antonio Artero sobre Antonio Pérez, el secretario de Felipe II. La productora se llama El Ojo del Canal. Se me designa Consejero Delegado. Cada uno aportamos 50.000 pesetas. Como se ve venir, lo perdemos todo y la película nunca se hace. Otro proyecto romántico. Otro fracaso.
1987 Enero.
Se edita el último número de Andalán, con este titular en portada: “Hasta aquí llegó la riada”. En la contra se publican mis dos últimas críticas, dedicadas a El año de las luces, de Fernando Trueba, y Tata mía, de José Luis Borau. Ya no volvemos a San Jorge 32.
Plácido Serrano atiende la sugerencia de Eloy y me acoge en su programa de Radio Popular, ‘Café con pólvora’, para hablar de cine y de lo que haga falta. Yo creo que Eloy lo ha hecho para que me sigan dejando entrar gratis en los cines.
1987 (y siguientes)
Durante años, mantenemos las cenas de los lunes en Casa Emilio. Por algún momento pienso que Andalán acabó siendo un maravilloso pretexto para cenar cada lunes con gente estupenda y ese placer no podía ser arruinado por el pequeño detalle de que la revista ya no existiera. A ellas acuden los habituales y otros grandes cómplices, como Ramón Salanova, Julia Dorado, Pablo Trullén y, en alguna ocasión, el inaudito Ángel Orensanz. Tras la cena, acabamos en los garitos de la calle del Olmo, La Marioneta y el Café La Avenida de la Ópera, al amparo de Encarna Mihi, Jacinta y su hija María Esther.
Algunos lunes, tras la cena, Labordeta, Eloy y yo acudimos a la tertulia del café El Ángel Azul, en la que coinciden amigos como Pepe Melero, Antonio Pérez Lasheras, Ignacio Martínez de Pisón, Mariano Gistaín, Manolo Vilas, Vicente Pinilla -compañero de Eloy en la Universidad al que yo había conocido por una entrevista a José Luis Borau en Andalán- o Antón Castro. Antón, muy en su línea, sin estar nunca en Andalán, lo conoce como si lo hubiera parido.
2009 Diciembre.
23 años después de la reunión en la que nos anticipó el adiós a Andalán, Eloy nos convoca a otra en la que nos comunica su jubilosa resurrección en formato digital. La cita es, cómo no, en casa de José Antonio Labordeta, unos meses antes de que nuestro tótem se despida de nosotros.
2022
Cuando Andalán cierra en enero de 1987, yo acababa de cumplir 25 años. Hoy, 35 años después, veo más claro que nunca el impacto de esa experiencia en mi personalidad y en mi vida. Andalán -más que nada, la gente de Andalán- me revolucionó. Aprendí de todo, pero quizá, especialmente, de mí. Me contagié de una forma de querer a Aragón y traté con seres humanos excepcionales, encabezados por esa dupla imbatible formada por Eloy y Labordeta. Seres que se acercaron a Andalán por puro amor, sin ninguna ambición bastarda, con una grandeza intelectual y una limpieza moral muy fuera de lo común.
Siempre son cruciales las vivencias de todo tipo que se acumulan en la adolescencia y primera juventud. Te suelen marcar para siempre. Y yo, con Andalán, tuve una suerte, y una alegría, que no te quiero ni contar.