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Con fuerza de voluntad y fe en nuestra santa causa

La primera vez que entré en la sede de Andalán fue con un encargo muy concreto de Eloy Fernández: hablar con Luis Granell, para preparar los índices de los cien primeros números de la revista. Así lo hice y los preparé (luego hice lo mismo con los de los cien números siguientes), lo que me llevó a ser una de las pocas personas que leyó de cabo a rabo toda la colección, desde los grandes artículos a los más breves.

Años más tarde, me incorporé a las reuniones de la redacción y después me convertí en su redactor-jefe, en el periodo final de la publicación, entre 1984 y 1987. El piso que ocupaba la redacción y la administración era extraordinariamente silencioso durante la mayor parte del tiempo, salvo los lunes a última hora de la tarde, en que se celebraba el consejo de redacción, una de las reuniones más caóticas a la que he asistido en mi vida. Allí, los asistentes se distribuían en tres categorías: los colaboradores habituales, los asistentes habituales (que se distinguían de los anteriores en que opinaban de todo, pero no colaboraban en nada) y los asistentes circunstanciales.

Con las ideas y los compromisos se todos se diseñaba un número y se planteaba una fecha de cierre de la edición. A veces, se trataba de números monográficos… y estos eran los más difíciles de publicar. Generalmente, se componían de un editorial de presentación del número y de varios artículos relacionados. Hubo algún número en qué en el día de cierre de edición, lo único que había llegado era el editorial de presentación del monográfico. Los autores de los artículos habían decidido que el tema no les gustaba y había otro mejor, o se habían olvidado, o no les apetecía escribir… o vaya Vd. a saber qué. El editorial no siempre tenía el tamaño adecuado, lo que a veces era una suerte, porque convenientemente ilustrado y firmado por su autor pasaba a la categoría de artículo.

Pocos eran quienes respetaban los acuerdos y, generalmente, sus aportaciones eran las de mayor calidad. En mi época de redactor-jefe destacaban los artículos de política internacional de Juan José Carreras, y los de política nacional de Carlos Forcadell. Eloy y José Antonio Labordeta (este último publicaba con su nombre y con una variedad de seudónimos, fácilmente reconocibles) no solo eran colaboradores habituales, sino que gestionaban otras aportaciones variadas, tanto de textos como de portadas, algunas de ellas de gran calidad.

En ocasiones, lo que ocurría era que la realidad es tozuda: cuando teníamos diseñado un número monográfico, un suceso de última hora nos obligaba a darle la vuelta. Eso es lo que tiene un quincenal: desde el diseño del número hasta la publicación pasaba tanto tiempo, que la realidad se imponía.

La única sección de la que disponíamos con cierta antelación eran las Galeradas, apartado de creación literaria que daba cobijo tanto a autores consagrados como a nóveles. En la época final de Andalán, muchas de ellas fueron coordinadas por Clemente Alonso (aunque no faltaban otras, coordinadas por Eloy, José Antonio, Javier Delgado o José Luis Rodríguez).

Luego estaba la cuestión de la publicidad, fundamental para la aparición del número, y algunas veces determinó que saliese más tarde de lo previsto. Quienes la gestionaban formaban parte del equipo de José Antonio Labordeta, y en la época más intensa de actuaciones desaparecían de Zaragoza, a veces durante semanas (habló de final de los ochenta: recordemos que no había móviles, ni correo electrónico, ni…; los originales había que recogerlos en mano), así que para publicar el número había que esperar a que hubiese publicidad.

Dicho todo lo anterior, seguramente a nadie le extrañará que la situación económica de la publicación fuese desesperada. Yo mismo estuve sin cobrar durante diez meses (no es errata, fueron diez meses), hasta que hubo liquidez para comenzar a pagarme (y, ¡era la única persona contratada para la redacción!). Las deudas con las imprentas (primero Cometa, luego la de El Día de Aragón) eran astronómicas. La causa era que Andalán había dejado de tener el papel que había desempeñado en sus inicios: una prensa libre, que informaba de cuestiones de las que otros medios callaban (Luis Granell creó la primera sección de información laboral que se publicó en Aragón). Buena parte de los redactores de su etapa como semanario habían marchado a otros medios (especialmente a El Día de Aragón, que al ser diario cubría las noticias con agilidad y calidad).

Todo cambió cuando decidimos que la única solución era cerrar. Para poder hacerlo, contratamos a un gerente, que consiguió cobrar a todos nuestros deudores, pagar a todos nuestros acreedores (negociando con ellos una rebaja sustancial de la deuda) y pagar a los trabajadores todo lo que se nos debía. El autor de este imposible fue Luis Alegre, que había colaborado con sus, ya entonces, magníficos artículos y entrevistas sobre cine.

Seguramente, quienes lean estas líneas se preguntarán como era posible que llegase a publicarse algún número de Andalán. A este respecto, no puedo sino recordar la respuesta que el caballero Agilulfo dio a Carlomagno (en la novela de Italo Calvino, El caballero inexistente), cuando este le preguntó cómo se las arreglaba para prestar servicio, dado que no existía: «Con fuerza de voluntad y fe en nuestra santa causa».