andalán 50 años » II. Des-velando Andalán » 2.6. Contra Andalán: Secuestros y Censuras
La Administración franquista, contra la libertad: ANDALAN y sus secuestradores.
Andalán, Nº 364-365, del 15 al 30 de septiembre de 1982, p. 42-46.
Creo que siempre recordaré el de ANDALAN como uno de los períodos más ricos en vivencias de todo tipo, tanto humanas como profesionales, de mi vida. Mi especial vinculación semi o totalmente profesional —como secretario de Redacción primero y como director bastante más tarde— me permitió vivir la lucha diaria, no siempre heroica ni vistosa, por sacar adelante este empeño informativo y político que llamamos ANDALAN. Ésta experiencia me permitió conocer el verdadero rostro de la Administración franquista. Pero más que un análisis pormenorizado y ortodoxo, prefiero contar, tal como los recuerdo, algunos de los muchos casos de persecución de que fuimos objeto. Es mi pequeña aportación a la historia de la lucha que, día a día, libraron millones de españoles por alcanzar la democracia. Una lucha que terminó bien, aunque el optimismo se me empañe cada vez que, tras las ventanillas ahora con nuevos rótulos, descubro con demasiada frecuencia viejas caras.
Todavía no había pasado tiempo suficiente para que mi cabello olvidara el corte cuartelero, cuando me incorporé al grupo de amigos que hacían por entonces (enero de 1974) ANDALAN. Los meses vividos en las filas del Ejército y el hecho de haber conocido allí a José Luis Beunza, uno de los primeros objetores de conciencia en España, me impulsaron a que el primer artículo que ofreciera para su publicación fue se, precisamente, uno sobre la objeción de conciencia en nuestro país. Un artículo, lo recuerdo bien, ponderado hasta en la puntuación y basado en textos precedentes, sobre todo en un documento de Justicia y Paz. Aquel número, el 34, fue secuestrado.
No viví los pormenores administrativos y judiciales de aquel secuesto, pero la retirada de los quioscos del periódico, el silenciamiento por la fuerza de una voz que quería ser libre, fueron como la premonición de las vicisitudes semejantes y aun peores que habría de vivir, junto con el resto de los compañeros del Equipo ANDALAN, en los meses siguientes.
E l «depósito previo».
Tampoco había sido aquel el primer secuestro de nuestro quincenal. Sólo unos meses antes, a principios de octubre del 73, le había correspondido el turno al número 26, al que hubo que retirarle las páginas en que se comentaba el reciente golpe de estado en Chile, que acababa de arrumbar con la experiencia del gobierno Allende y con la esperanza de una vía pacífica a la democracia y al socialismo en latinoamérica (… hace ya diez años).
No soy capaz de recordar las fechas con exactitud, aunque muchos hechos pueden volver a pasar ante los ojos de mi mente como una fiel película. Fue algún tiempo después cuando se me encomendaron las labores de secretario de Redacción. Este puesto me iba a permitir ver de cerca el rostro de la Administración franquista, omnipotente en materia de prensa, gracias a la ley que para ello redactara, en 1966, Fraga Iribarne. Una de sus más llamativas peculiaridades la constituía la figura del «depósito previo». Había la obligación de depositar en la Delegación provincial del Ministerio de Información y Turismo diez ejemplares, bastantes horas antes de poderlos distribuir a los suscriptores y a los puntos; de venta. Cuando los primeros ejemplares salían de las viejas máquinas de «El Noticiero», del Coso primero y de su moderna rotativa de la avenida de Cataluña después, cogía yo diez ejemplares para que los firmara Eloy Fernández, director entonces, y llevarlos luego a las oficinas que la mencionada Delegación tenía en la calle Alfonso.
Algunos funcionarios
El funcionario encargado de la «censura», cómo con bastante tino se le seguía llamando a la oficina de prensa, solía mirarte por encima de sus gafas de medios cristales, como quien mira a quien interrumpe inoportunamente la diaria lectura de la prensa matutina, labor a la que solía estar dedicado cuando yo llegaba. Casi siempre redondeaba (a su favor) la hora de entrega de los ejemplares y muy pocas veces contestaba a mi saludo de despedida. Soy dado a pensar que nos soportaba (de mala gana) como el lujo liberal del régimen en la provincia.
Cuando el problema era mayor, y ahora explicaré cuán grande era, intervenía el secretario de la Delegación. Se apellidaba Ovejero: delgado, bajito, bastante calvo, gafas de montura metálica y bigotito fino y recortado. La mayor parte de las veces mis conversaciones-discusiones con él eran a causa de la hora de entrega de los ejemplares para el depósito previo. ANDALAN era, probablemente, la única publicación local que debían leerse de cabo a rabo para, por si acaso, avisar al fiscal, a Capitanía General o al Ministerio. Y como tal. tarea les llevaba algún tiempo, no permitían que les llevásemos el periódico más tarde de las doce o la una del mediodía para, así, haberlo leído antes del final de la jornada laboral que, porsupuesto, no estaban dispuestos a alargar por nuestra causa.
¡Cuántas conversaciones, negociaciones, discusiones… para conseguir que aceptaran los ejemplares que algunas veces, por un simple retraso de la imprenta, les llevábamos después de la una! Eso, a pesar de que su negativa nos suponía el salir a la calle un día más tarde, perder los correos, etc.
La Policía.
Otros funcionarios con los que también había que tratar de forma más o menos continuada en aquellos años eran los del Cuerpo Superior de Policía. A finales de abril de aquel 1974, los mineros de Minas y Ferrocarril de Utrillas protagonizaron una de las primeras huelgas con encierro en el fondo del pozo que se producían en nuestra región. Para informar de la misma nos fuimos a Utrillas José Juan Chicón, Curro Fatás y yo, en el viejo seiscientos azul de Chicón.
Los dos se quedaron fotografiando la boca del pozo Santa Bárbara, desde la cuneta de la carretera de Escucha, mientras yo maniobraba un poco más adelante para dar la vuelta. Al llegar a su lado, se me había adelantado el clásico milquinientos negro, ocupado por cuatro o cinco inspectores que, debía ser su obligación, estaban poniendo en duda los simples y buenos propósitos informadores de José Juan y Curro. Por casualidad uno de los ocupantes del milquinientos había sido compañero de colegio mío y no hubo más problemas.
Aquel verano volví a tener contacto con estos funcionarios, cuando la Delegación ordenó el secuestro del número 44-45, extraordinario dedicado a Teruel, a causa de que, en un artículo histórico, Eloy Fernández justificaba por razones humanitarias la decisión del coronel Rey D’Harcourt, de rendir Teruel al Ejército de la República, a cuyas tropas tampoco calificaba de «horda marxista», tras el asedio de la ciudad en la guerra civil.
En Jefatura
Me sacó de la cama Carlos Royo-Villanova, coeditor, a quien la Policía había requerido para que les entregase la edición. El no tenía llave y tuve que acompañar a dos inspectores al viejo ático de la calle San Miguel, donde los periódicos estaban almacenados a la espera de ser distribuidos al día siguiente. Fardo a fardo, el más joven los bajó hasta el coche policial (el mayor debía tener algún grado más en el escalafón y no bajó ni un solo ejemplar) y, tras revisar todas las habitaciones, me llevaron en otro coche (uno de aquellos milquinientos alargados de color gris) a la Jefatura del paseo de María Agustín.
Allí pude conocer al comisario Maestro, jefe de la Brigada PolíticoSocial, que me trató con estudiada corrección que no pudo hacerme olvidar que uno de sus hombres había pretendido, como la cosa más normal de mundo, hacer saltar a balazos la cerradura de nuestro ático que, precisamente aquel día, le había dado por atascarse y nos costó más de un cuarto de hora abrir.
Serían como las dos de la madrugada cuando, cansados, subieron los dos inspectores del sótano donde habían almacenado los periódicos, para formalizar el acta de secuestro que me dieron a firmar. Debo confesar que con cierta mala leche, les comenté que cómo podía firmar que se habían contado no sé cuantos miles ejemplares, si yo no lo había visto… La cara que pusieron al pensar en la posibilidad de tener que volverlos a contar uno a uno en mi presencia, fue realmente cómica. Pero no era cosa de cabrearlos y firmé. La verdad es que yo también tenía bastante sueño.
Alcaldes y gobernadores.
Precisamente en el número secuestrado contábamos la alcaldada de quien entonces presidía el Ayuntamiento de Tarazona, Tomás Zueco, que por su cuenta y riesgo, y a causa de que no le gustaba el artículo que habíamos publicado la quincena anterior sobre su pueblo, lo mandó retirar de los quioscos. Un poco más prudente, el alcalde franquista de Barbastro sólo pidió que los escondieran mientras duraba la visita que hizo a su pueblo natal Escrivá de Balaguer, para recoger la medalla de oro que le entregaron entonces (mayo del 75) al fundador del Opus Dei, sobre cuya figura habíamos publicado un artículo la quincena anterior.
Los gobernadores civiles eran también todo un mundo con el que había que andarse con sumo cuidado. Uno de los más caracterizados fue el que ocupó el cargo por un largo decenio en Huesca, Víctor Fragoso del Toro. Aquel agosto del 74 publicamos en la primera página de nuestro extra dedicado a Huesca un dibujo de Martínez de Pisón («Layus») que Fragoso imaginó (y no andaba nada descaminado, por cierto) que le aludía. Dicho dibujo estaba reproducido en unos carteles que imprimimos para anunciar el Huesca extraordinario. El cartel pasó a ocupar un rincón del sótano de alguna dependencia oficial, pues también fue secuestrado.
La detención de Eloy.
Pero no era sólo directamente contra nosotros como actuaba la Adminis tración. Un funcionario contratado en la Comisaría de Aguas, ahora concejal comunista en el Ayuntamiento zaragozano, estuvo a punto de perder su trabajo por colaborar con el periódico, que publicó un informe sobre el grado de contaminación alcanzado por el río Ebro y sus causas. Por cierto que, por aquellas fechas, Miguel Angel Loriente, el funcionario en cuestión, conoció a un viejo militante «pecero», Miguel Galindo, a bordo de mi seiscientos, cuando volvíamos de realizar una mesa redonda para el extra sobre el campo en Fraga. Aquella conversación se repetiría después varias veces, hasta que Loriente abandonó su militancia en la Larga Marcha, para incorporarse al PCE.
Si fuera éste un artículo destinado a narrar las principales dificultades con que hemos tenido que enfrentarnos a lo largo de estos años, sin duda uno de los principales capítulos habría de estar dedicado a la detención y encarcelamiento de Eloy Fernández durante nueve días, bajo la acusación de haber ayudado a escapar de la Policía a dos militantes de las Juventudes Comunistas. Pero lo que pretendo es mostrar, a través de algunos ejemplos, el rostro de la Administración franquista. Baste pues la simple cita y el recuerdo emocionado de unos días de búsqueda de ayuda y de nerviosa espera del abrazo de la libertad recobrada, a las puertas de la cárcel de Torrero, bajo la incómoda mirada del sargento de la Policía Armada de servicio en la puerta.
En el Juzgado.
Todavía recuerdo otro secuestro, el del número 72, en septiembre de 1975, a causa (eso dijeron) de un artículo sobre el paternalismo urbanístico del franquismo, escrito por Mario Gaviria. Esta edición fueron a retirarla de los talleres de «El Noticiero» que, entonces, estaban ya en su nueva sede de la avenida de Cataluña. No debían disponer de otro vehículo o el cargamento a transportar les debió parecer de lo más peligroso, el caso es que nos enviaron un furgón celular a recoger los ejemplares. Difícilmente pude ocultar la risa que me produjo ver saltar hecho añicos el farol azul del techo, contra el marco de la puerta de entrada, demasiado baja para tan elevado transporte. Luego, claro está, reiría menos cuando nos vimos forzados a improvisar una campaña de solidaridad para intentar remontar la gran pérdida económica que nos había supuesto el secuestro, ya que estuvo a punto (pienso que eso es lo que pretendían con estas medidas) de obligarnos a cerrar.
Es curioso que, conforme me acerco en el tiempo a los momentos actuales, los recuerdos se me hacen más imprecisos. Por eso no sabría decir con exactitud cuándo fuimos llamados ante el juez Boné, Pablo Larrañeta, David Ubvico y yo, pero ya había muerto Franco. Claro que las cosas no habían cambiado lo suficiente como para aceptar que se pusiera en duda la equidad de la actuación policial y judicial de aquellas semanas, al tratar a militantes de partidos (todavía ilegales) de izquierdas o a los integrantes de los entonces ya tristemente famosos «grupos incontrolados» fascistas. Un amigo que, casualmente, había aquel día por el Juzgado, tuvo que salir corriendo a toda prisa a por 45.000 pesetas, que tuvimos que dejar como fianza para no ir a Torrero. La amnistía acabaría por archivar definitivamente el caso.
De aquella ocasión, sin embargo, recuerdo con cariño como el oficial del Juzgado, encargado de leernos el auto de procesamiento y prisión, lo hizo de forma que hubo tiempo de reunir el dinero (el furgón celular, el mismo que había participado en el secuestro pero con farol nuevo, esperaba ya en la plaza del Pilar) para evitarnos una noche de cárcel. Cuando nos marchábamos, tras asegurarse que nadie más que nosotros le oía, nos estrecho la mano susurrando: «¡Adelante con ANDALAN!». Pienso que el apoyo solidario de este funcionario judicial y de otros miles de ciudadanos como él ha sido causa fundamental de que hoy celebremos este décimo aniversario.