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La Tierra Baja turolense

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO 19

 

“La Tierra Baja turolense”

Aunque todo el mundo llama hoy “Alto Aragón” a la provincia de Huesca, a nadie se le ocurre llamarle Bajo a la de Teruel: está al Sur, pero tiene tierras altas. La Tierra Baja –o Bajo Aragón, indistintamente- es la que corresponde al rincón Nordeste de Teruel, a las tierras fértiles que riegan el Martín, el Guadalope y el Matarraña. O Matarranya, que las gentes limítrofes con Tarragona hablan ya en su cadencia y aunque le llamen chapurreau y apenas lo escriban, catalán es en Valderrobres, Cretas, Arenys de Lledó, Aguaviva… Y en catalán canta sus problemas Tomás Bosque.

El viajero, que normalmente llega por carretera desde Zaragoza, entra en la comarca tras subir el fuerte repecho de Azaila. Es inexcusable desviarse poco más de un kilómetro, para asombrarse ante el mejor conjunto de ruinas ibero-romanas y la necrópolis celta que uno puede esperar. Tras unos páramos que a trozos empiezan a regarse, la carretera enfila recta hacia la rica huerta de Híjar. En la Venta del Barro, cruce hacia La Puebla, es tradición detenerse. La Puebla de Híjar queda fuera de la ruta principal; se ve desde lejos su gran iglesia, su azucarera cerrada, su estación de ferrocarril que enlaza la comarca con Barcelona. Aquí subieron al tren un día tantos cientos de emigrantes: peones de albañil, dueños de colmados, oficinistas, chicas de servir. Samper, siete kilómetros más allá de Híjar, queda bien a trasmano, y es una pena, pues su enorme iglesia parroquial, sus vegas valen la pena. Y su Semana Santa: el contagio de los tambores es terrible. Híjar, con su imponente cuadro se lleva la mejor propaganda; pero no le andan a la zaga Alcañiz, más señorial y con sus mejores pasos; Calanda –más duros sus tambores quizá, si cabe, y cantados en cine por Buñuel-, Andorra, Samper. El emigrado vuelve, y se queja unas horas, hasta sangrar las manos.

Un inmenso tambor, sobre el que toca incansablemente un penitente, en hierro forjado obra de Pepe Gonzalvo, el solitario de Rubielos, recibe al viajero, en Alcañiz, tras treinta kilómetros secos, apenas reverdecidos en la zona de colonización. La estatua cubre toda la Estanca, el único puñado grande de agua en muchas leguas a la redonda. Se pueden cazar patos, cuando es época, y hasta tortugas. En Alcañiz, todo asombra: el conjunto monumental, apretado a la colina y abrazado por el Guadalope; el castillo calatravo, hoy parador, con unas vistas impresionantes; la empinadísima calle Mayor y las callejas moriscas y, sobre todo, la plaza, una de las plazas más hermosas de todo Aragón. Uno no sabe qué mirar más: la logia gótica, el Ayuntamiento renacentista, la colegiata con su portalón barroco, el conjunto de la torreta de los Escolapios y la subida al parque… La ciudad, con sus viejos comercios, su abolengo pequeño-burgués, sus “masicos” cargados de frutales, su creciente industrialización, hace justicia a su capitalidad comarcal. Allí supo de tedios y amores Ramón Sender, mancebo de botica.

Antes de seguir viaje, tiene fama la cocina de Casa Meseguer. Luego, si uno consigue un buen guía y gusta del rupestre levantino, hay que ir a Valdealgorfa, desde donde el camino es menos malo, para llegar al Val del Charco de Agua Amarga, con sus fabulosas pinturas, así como Ladruñán, Santolea y unos cuantos más. Por Calaceite (primoroso pueblo morisco, lleno de arcos, encalado y florido, donde el escritor chileno José Donoso encontró refugio a muchos cansancios, y aquí está, con su encantadora familia y su terrible perro, y donde también puede conocerse a conciencia la cocina aragonesa en Casa Amable), la carretera lleva ya derecho a Gandesa y Tarragona. O se puede ir a Morella por una increíble carretera que también sale de Valdealgorfa. Toda esta zona está llena de pequeñas carreteras entre pinos, es muy montañosa y anuncia Mediterráneo en el aire. Es lo que al Este laman la “Catalunya turolense”, y su capitaleta, Valderrobres, pequeña ciudad aún medieval en su trazado, sus escalinatas, su puente, su ayuntamiento austeramente renacencista (repetido por méritos propios en el Pueblo Español barcelonés), su castillo y su iglesia gótica. Todos estos pueblos tienen secretos: Beceite, sus “puertos” de una belleza fresca, agreste, es el modelo consagrado de tantos rincones para ir de merienda, para bañarse en las pozas de los ríos.

La otra ruta desde Alcañiz anda por un desierto –el de Calanda-, tan duro como ricas todas las vegas, las del mejor melocotón, las gordas cerezas, el buen vino dulce. Alcorisa y Castellote, por el Sur, ya entre montañas, marcan el paso a “la sierra”. Alrededor del pico de la Muela, de casi mil metros, muchos pueblos mineros, ricos también en trigo, mientras en las zonas llanas, las carreteras, van llenas de olivares, el árbol-símbolo de esta comarca, dicen. Desde la Virgen del Olivar (donde estudiara Tirso de Molina y aún quedan mercedarios estudiando y jugando al fútbol) hasta Alloza, con su recoleto Calvario, el mejor de una tierra especializada en esta devoción; desde el pequeño Crivillén, patria chica de Pablo Serrano, hasta Ariño y Oliete, todos estos pueblos viven del carbón. La capital económica es, naturalmente, Andorra, segunda población de la comarca y tercera de la provincia. Andorra –la “Nueva”, para no confundirla con el Principado, de donde le viene el nombre según leyendas- tiene dos pueblos en uno: el viejo, encalado y lleno de cuestas, como todos, y el poblado, casi junto, hecho por la Calvo Sotelo, que ahora se llama Ensidesa. Andorra mira al futuro con mucha ilusión, pues la nueva central térmica dará salida a los lignitos y trabajo a varios cientos más de obreros.

El viaje ha comenzado en Híjar y se puede volver allá desde Andorra, pasando por el Ventorrillo (donde pastorea feliz, con sus corderos, ni envidioso ni envidiado, José Iranzo, el Pastor, la mejor voz que la jota ha tenido desde que muriera José Oto) y por la temible cuesta, hacia Albalate. Este, tras una larga hondonada llena de olivos, aparece como un dibujo o una vieja foto: sus solanares, que no faltan en ninguna casa; el castillo, el río. Y en una plaza morisca casas adentro, otro monumento en forja, el de Orensanz, a la jota. Jota, más de ronda que de recital, más para gritar en la huerta que para bailar en fiesta (aunque viven aún míticos bailarines, como Zapater, en Albalate). Como las calla Pedro Laín, viejo baturro a pesar de tantas Academias, nacido en esta huerta, en el pequeño pueblo que, entre Albalate e Híjar, guarda tantos muertos y tantos rencores: Urrea de Gaén.

Un puñado de pueblos aragoneses a los que hay que ir adrede, aposta, fuera de las autopistas, para ver gente de siempre. Y luego, al retomar Híjar hacia Zaragoza, siempre es de noche.