02/12/2020

La inocencia del cruasán

Un riguroso contador de historias, eso debe ser el historiador, escribe Pedro Ciria; y a fe que él se afana por cumplir su postulado. Lo hizo de alguna forma en El sueño de ser grandes. Historia del nacimiento del fútbol en Zaragoza (1903-1936), fruto de su tesis doctoral, volvió a hacerlo más acusadamente en su novela Legionarios, el Maño y continúa caminando de nuevo por esa senda de historiador contando historias en La inocencia del cruasán.

Pedro Ciria no solo es amante de una misma forma de andar el camino –contando historias-, sino también de unos mismos territorios –Zaragoza-, de unos mismos tiempos -el primer tercio del siglo XX- y de unas mismas finalidades: penetrar en los adentros más universales de las personas, “los sentimientos, los miedos, las inseguridades o el amor”. Adentros que, aunque varíen las formas exteriores y muden actitudes, costumbres y aparatajes morales, mantienen la raíz de su sustancia desde el principio de los tiempos.

Con rigor de historiador, voluntad de estilo de escritor y afán de saltar las bardas de la mera erudición, apta tan solo para consumo del gremio, Pedro Ciria nos lleva en La inocencia del cruasán por las apasionadamente conflictivas Zaragozas de 1923: la que recibe a Einstein; la del Iberia y “los avispas”; la de las luminosas “arañas” de los salones del Casino y la de las sombras de las tabernas; la del wiski y la vinacha;  la de la salve en el Pilar o La Seo y la de la copla en el barrio; la de sombrero y pajarita y la de la gorra y el mono; la de la sangre del cardenal Soldevila, el Cuervo, y las pistolas de Durruti y Ascaso; la de Sanjurjo y Primo de Rivera…

 

 

De la mano de un personaje real, José María Gayarre, ficticiamente omnipresente en todos los grandes acontecimientos –y son muchos-, nos adentramos también en los gozos y los dolores de los amores prohibidos, en las contradicciones de la sociedad en su conjunto y de cada ser humano en particular, en las miserias y grandezas de las cotidianeidades…

“Todos guardan secretos, hasta la propia ciudad”, escribe Pedro Ciria. Al concluir la lectura de La inocencia del cruasán –muy pulcramente editada, como es habitual, por la editorial Doce robles– me muevo en la incertidumbre de si la Zaragoza de 1923 tiene ahora alguno menos o alguno más. Porque la grandeza de los buenos historiadores y escritores, y Pedro Ciria lo es, radica precisamente en abonar esta paradoja: contribuir a desvelar algún secreto y, al mismo tiempo, acrecentar en el lector el ansía de seguir desentrañando los múltiples misterios que forman parte de todas las sociedades y de todos y de cada uno de los seres humanos.