El fuego sin orillas
(Real Valladolid, 1 – Real Zaragoza, 1)
Escribir sobre un partido que acaba en empate, que podría haber finalizado en derrota pero que casi concluye en victoria es una tarea complicada. Sin embargo mi amor zaragocista puede más que la indolencia a la que me podría haber abandonado y aquí estoy, fiel como un amante cegado por la pasión al que no importa que su querido equipo jugase un mal partido. Porque la vida está llena de cajas de bombones en las que nunca sabes lo que te vas a encontrar y porque ya estamos pensando en el partido que el domingo disputaremos a los chicos de Mareo.
El encuentro fue “flojico”, que le dijo aquel paisano a D. Luis Buñuel en aquella ocasión aquella tarde en aquel Paseo de la Independencia. Sí, amigos, flojico lo nuestro, que los primeros minutos fueron más barbecho que regadío y que así llegó el primer gol de Pucela, en una desafortunada acción de Carrizo, de esas a las que, ¡ay!, ya nos está empezando a acostumbrar. Una salida a destiempo, un encontronazo con Jarosik y un balón a los pies/cabeza del goleador Costa para que logre un gol que les sabe a gloria. Y a nosotros a barro conocido, a polvo ya mordido, a oscuridad nunca olvidada.
El partido mostraba la espalda del contrario, al que habría que alcanzar y, si fuera posible, derribar. Pero aquí sí diré que en ese momento sacamos de la guantera de nuestra esperanza la ilusión de que se podía. No sabemos muy bien qué rayo que no cesa nos anunció el amanecer. El Real Zaragoza abrió la ventana a los vientos castellanos y acometió la durísima tarea de reconstruir aquel castillo cuyas almenas habían recibido un certero cañonazo, pero que aún estaba en pie. Algunos ataques con el corazón en la mano anunciaron que la alegría podría estar cerca y fue el control de Suazo en el centro del campo, su conducción del balón y su seco y escolar disparo el que dio con nuestro grito de victoria en el cielo. Fue una jugada de delantero voraz, hambriento de red, de jugador que duerme apoyando su cabeza en los palos de una portería enemiga, de poblador furioso del área enemiga, de donde nadie lo expulsa aunque a veces parezca que se aleja del frente enemigo. Se distancia, pero para volver con más fiereza y con más sangre en sus pupilas. Suazo, ayer, nos recordó al Esnaider más torrencial, aquel que rechazaba el abrazo amigo cuando rompía la puerta adversaria porque quería saborear él solo la inmensidad de la gloria, aquel que no veía otro sol que el brillo propio de la avaricia hecha gol. Suazo, ayer, nos mostró el camino a la Redención.
La segunda parte fue otra burbuja fustigada por la incertidumbre. Lo intentamos, olvidamos la primera media hora y comenzamos a recuperar el aroma del domingo pasado, cuando derrotó al hermoso Sevilla, al guapo corcel andaluz que pasea su gallardía por cuantos parajes se propone. Le dijimos a la tarde que hay más vientos que respirar y asomamos nuestro rostro decidido por entre las rendijas de la sucia apuesta pucelana. No estaba el atardecer presto a la belleza y las entradas violentas y las yermas patadas habían acariciado ya demasiados tobillos. Por eso el árbitro le tuvo que dar al fútbol una sonora bofetada, merecida, es cierto, cuando expulsó a Ander por una irremediable aunque fea entrada por detrás. Ahí creímos morir. O agonizar. Pero tampoco. El equipo resistió con un gladiador menos y aun se impuso a sí mismo la voluntad de tratar de vencer. Eliseu adoptó el papel de legionario que busca coronarse sobre su propia sangre y estuvo luchador, presente, abundante. Y podría haber firmado la victoria con un remate que él mismo se construyó tras esforzada jugada. No fue y el cielo se cerró.
El empate es como un agotado anhelo que no acabamos de cumplir. Pudo ser peor, debió ser mejor, pero esta repentina calma que ahora nos sabe a vida merecida bien debe corresponderse con algo parecido a la Esperanza. Mañana, el domingo, seguiremos escribiendo páginas visibles, llanuras de salvación.