12/01/2016

Rafael y la mujer mestiza

 

Madonna de la sedia - copia

La vi pasar frente a la Madonna de la silla mientras me preguntaba dónde habría leído aquel ensayo. Y sentí la urgencia, la necesidad de seguirla a través de las salas… Al leer este comienzo habrá quien me considere un romántico: en absoluto lo soy. Ni siquiera creo en el destino: no pienso que estamos llamados a conocer a alguien especial. Puede suceder, claro, pero también puede no ocurrir.

Había viajado a Florencia para embargarme de Rafael, mi pintor favorito, pero más que del pintor de Urbino me embargaba de turistas de todas partes: europeos, americanos, asiáticos, africanos. Tantos pasaban alrededor, portando sus guías de viaje, que me mareaba tratando de adivinar su procedencia. Como la de aquella mujer que había comenzado a seguir por las salas del palacio Pitti.

Mientras caminaba tras ella pensaba en el dichoso ensayo. ¿Trataba sobre la composición circular de La Madonna de la silla? ¿Sobre el modo de Rafael de encajar las figuras en el tondo? Imposible acordarme. La mujer era mestiza, de eso no había duda. Lo deduje por sus facciones indias combinadas con la piel pálida. En cambio, el niño que portaba sobre el pecho en una mochila tenía la tez morena. Ella paraba frente a los cuadros y los observaba durante minutos, como había hecho frente a la Madonna. Su padre sería inglés y su madre india –deduje-. Y mientras elucubraba sobre su origen, sin darme cuenta, comencé a fotografiarla. ¿Por qué lo haría?

No sólo hube de sortear sus miradas, sino también las de los vigilantes, pues el museo prohibía las cámaras. ¿La retrataba por mera atracción física? El enjambre de turistas nos rodeaba, y mis instantáneas de la mujer mestiza las tapaban de pronto bultos borrosos, grises o negros. Ella, en cambio, vestía un chal de colores y cubría con él la cara del niño adormecido. Pasaba tiempo frente a cada pintura, y eso me permitía tomarle fotos de espaldas, de lado, de frente… Hasta que el guarda venía: ¡Signore, per piacere, non e permesso fotografiere! Yo asentía y pensaba que cuando llegara al hotel tendría decenas, quizá centenares de imágenes.

Y así fue, realmente. Hasta que a la mujer mestiza le sonó el móvil y al poco de descolgarlo apareció su marido, un indio estentóreo con aspecto de marajá. Tal vez habría ido al excusado y ahora no encontraba a su mujer, caminando absorta por las salas. No tenían nada en común: elegante ella, desaliñado él; esbelta ella, corpulento él. Where have you been? –gruñó en inglés–. La mujer susurró mientras el marajá, ataviado con bermudas y playeras, hacía carantoñas al bebé.

Era obvio, ya no podría fotografiarla más sin ser sorprendido por el celoso marido, de modo que salí del palacio Pitti y caminé hasta el ponte Vecchio. Pero en vez de admirar las calles de la ciudad antigua, me concentré en mi móvil. La entrada de Wikipedia sobre la Madonna de la Silla contaba una de las leyendas acerca del origen del cuadro. Al parecer, Rafael caminaba por Veletri, localidad próxima a Roma, cuando vio a una campesina portando un niño. Quedó impresionado de su belleza hasta el punto de dibujarla a tiza en un tonel de vino, para más tarde representarla como la Virgen.

Cuando levanté la cabeza del móvil, entre la muchedumbre de turistas, me di cuenta de que había llegado a la piazza della República, pero en ese momento ya no pensaba en Rafael, ni tampoco en el ensayo cuyo contenido había olvidado, sino en descargar en el portátil las fotos de la mujer mestiza. Encerrado en la habitación de mi hotel –céntrico, pero con cierto aroma a humedad–, contemplaría las imágenes sin prisa. Las ampliaría hasta su máxima resolución recreándome en detalles ocultos. Las editaría como si fueran bocetos de algo.

Al día siguiente debía partir hacia el Vaticano. ¿Seguiría la mujer mestiza el mismo itinerario? ¿Volvería a verla? –me pregunté-.  Quién sabe si en la basílica de San Pedro no divisaría de nuevo su chal de colores, o su blusa naranja, o al bebé colgando del pecho. Al leer este final habrá quien me considere un romántico… En absoluto lo soy. Ni siquiera creo en el destino: no pienso que estamos llamados a conocer a alguien especial. Puede suceder, claro, pero también puede no ocurrir como ha sido mi caso.

A mí me bastaba con poseer la imagen de ella en el ordenador. Pero aquella noche me cansaba de mirar la pantalla, así que caminé hacia la ventana para contemplar el baptisterio iluminado… Mientras descorría los visillos con los dedos, la imaginé entrando en mi habitación. Tiraba el chal sobre la cama. Desabotonaba su blusa naranja y me mostraba la piel pálida. Los pezones, en cambio, eran pardos como la noche de Florencia.