El duende de Zaragoza
La Estación del Silencio no es The Cavern. Los Héroes no fueron los Beatles. Zaragoza no es Liverpool. Pero ¿y si un loco friera a tiros a Bunbury en la puerta de un hotel?
Tampoco Enrique Bunbury es John Lennon. Uno juraría que Bunbury se hizo cantante viendo en la tele las películas de Raphael, como Manolo -el del autobombo- Vilas se hizo postmoderno y cervantino viendo en la tele La hormiga atómica y Los chiripitifláuticos. Puedo imaginarme a Enriquito saltando y gritando en el sofá de escay, “digan lo que digan, digan lo que digan”, hasta que su madre lo cogía de la oreja y se lo llevaba a rastras a su cuarto, donde lo esperaban los deberes sin hacer, o a la cocina, donde lo esperaba la misma pescadilla que se mordía la cola de todas las noches. Bunbury tiene la boca de chicle de Raphael, los rizos alucinógenos de Morrison, el sombrero cambiante de Dylan, el rímel de Reed y el pintauñas de Bowie. Morrison, Dylan, Reed y Bowie le enseñaron a Bunbury a posar, porque el rock, antes que cualquier otra cosa, es pose. No en vano Elvis, el Rey, era el rey de la pose. Raphael, el rey de la sobreactuación, interpretaba las canciones como un cantante de zarzuelas con pluma. Y fue con esa pluma sobreactuada de Raphael y con la boa del plumas del glam como Bunbury terminó de confeccionar su personaje.
Ahora, a su sombrero dylaniano Bunbury le ha tatuado una calavera pirata y parece un vaquero galáctico de gira por el espacio sideral. El rock es una fiesta de disfraces que dura lo que dura un eterno fin de semana.
No fui fan de los Héroes, ni del cabaretero ambulante, ni soy fan del vaquero galáctico, pero Bunbury es un tío que me cae bien. La generosidad es la cualidad que más admiro, y Bunbury ha sido más generoso que nadie con sus compañeros de profesión. ¿Que profanó y saqueó las tumbas del Club de los Poetas Malditos? ¿Y qué? Robar versos no es delito. Homero es ciego de verdad, no como la diosa Justicia, que se tapa los ojos cuando no quiere que la veamos mirar para otro lado. Además, plagiar es todo un arte. La literatura no tiene o no debería tener copyright. Es justo que los poetas se mueran de hambre y los músicos de sobredosis. ¿De qué iban a vivir, si no, los funcionarios de la cultura?
Bunbury es un gigante sobre el escenario pero cuando se enfrenta a la página en blanco se trasforma en un ratoncito, y se nota mucho la tinta que suda hasta que consigue sacarse una rima de la manga. El micro se le da infinitamente mejor que el lápiz. Las letras de sus canciones son un cóctel de lugares comunes, afectados y esforzados ejercicios de retórica rocanrolera. La escritura es un proceso de despojamiento, no un espectáculo de travestismo. Y Bunbury es incapaz de quitarse el maquillaje y quedarse desnudo ante el espejo de una canción.
No debería haber escrito el párrafo que acabo de escribir. Así nunca podré deshacerme del crítico literario que llevo dentro. Yo lo que quería decir, y lo que debería haberme limitado a escribir, es que Bunbury es un gran autor, pero de versiones.
Más que el aragonés errante, Bunbury siempre ha sido para mí el duende de Zaragoza, y no sólo por lo que su personaje tiene de personaje de Tim Burton. A veces me río pensando que la aterradora voz que salía de la hornilla del segundo piso del edificio situado en el número 2 de la calle Gascón de Gotor debía de parecerse mucho a la del héroe del silencio que bramaba “avalaaaaaancha”.