Los demonios
Fiódor M. Dostoievski
Traducción de Fernando Otero
Alba Editorial. Barcelona, 2016
791 páginas.
Desde el siglo XIX hasta hoy, la narrativa de Dostoievski no ha perdido su vigencia. En particular, ha sido objeto de permanente lectura por escritores de todas las épocas, que se adentran en sus páginas mientras escriben, acaso para contagiarse de su estilo torrencial. Voy a aportar dos ejemplos recientes: El noruego Karl Ove Knausgard en “Un hombre enamorado”, mientras lucha por sacar adelante sus novela autobiográfica, lee durante largas páginas “Los hermanos Karamazov” –publicada por Alba en versión de Fernando Otero, Marta Sánchez-Nieves y Marta Rebón–. También el argentino Ricardo Piglia, en “Los diarios de Emilio Renzi”, cita con frecuencia a Dostoievski cuando cuenta cómo se hizo escritor, a finales de los cincuenta. ¿Qué tendrá Dostoievski para gozar de esta influencia?, ¿qué nos aporta hoy una novela como “Los demonios”?
Considerada por una parte de la crítica como su obra maestra, “Los demonios» se nos presenta como una crónica provinciana, una radiografía de la sociedad rusa de finales del diecinueve. De rabiosa actualidad a la fecha de su aparición, el leitmotiv es el asesinato, a cargo de Serguei Nechaiev, del estudiante Ivan Ivanov en 1869. Nechaiev era un revolucionario de nuevo cuño, seguidor del anarquista Bakunin, y el motivo del asesinato fue la delación ante la policía, por parte de Ivanov, de la sociedad secreta a la que ambos pertenecían.
El crimen tuvo gran repercusión, hasta el punto de ser condenado por Marx y Engels, quienes habían publicado su “Manifiesto comunista” años antes. En “Los demonios”, Ivanov pasa a llamarse Shatov y Nechaiev se convierte en Verjovenski. La novela se publicará por entregas en la revista “El Mensajero Ruso” a partir de 1870, lo cual nos da idea de hasta qué punto fue una obra de actualidad, seguida con pasión por los lectores de la época.
Para entender la génesis de “Los demonios” es necesario mencionar la prisión y los trabajos forzados en Siberia que padeció Dostoievski en su juventud, por pertenecer a una inofensiva sociedad liberal. Aquella experiencia traumática que lo formó como escritor, lejos de alejarlo del régimen zarista, lo convirtió, paradójicamente, en un defensor de los valores tradicionales rusos. De ahí la visión negativa de los revolucionarios en la narrativa del autor.
Pero los motivos de la actualidad, de la vigencia de Dostoievski distan mucho de ser su capacidad de análisis histórico, o su ideología reaccionaria tras la vuelta de Siberia. Los motivos son, en primer lugar, de índole técnica. Para contar su historia, el autor opta por crear un narrador personaje que dota al relato del aspecto de una crónica de sociedad, a veces vana y a veces terrorífica. La sátira, la diatriba social, avanzan a la par que la tragedia. El narrador personaje se convierte a ratos, sin que lo advirtamos, en un falso narrador omnisciente que, bien asiste, bien le cuentan lo que sucede en los comités revolucionarios, en los salones de la aristocracia, en las alcobas… Y la maestría del escritor hace que todo ello se desenvuelva con la mayor naturalidad.
Quizá el mayor hallazgo, aquello que rejuvenece la novela a cada página, sean los personajes. Siguen mostrando una ambivalencia moral y un misterio impropios de la época. Verjovenski es tal vez el más maniqueo. Quizá por ello Dostoievski a penas lo caracteriza y lo convierte en una simple voz, que habla constantemente a lo largo del relato, lanzando proclamas, incitando al delito, denigrando a familiares y amigos, rebajándose a cometer los actos más viles o cobardes. Su voz es sin duda la de un demonio corruptor que logrará que todo un grupo de jóvenes se conviertan en cómplices de sus crímenes, hasta que desaparece como si fuera simplemente un espíritu burlón.

Fiodor M. Dostoievski de joven
Frente a Verjovenski, los otros dos principales revolucionarios son seres dotados de una ambigüedad extraordinaria. Kirilov, ingeniero nihilista, afirma amar la vida y, paralelamente, el suicidio, sin encontrar contradicción alguna entre ambas afirmaciones. Junto a él, Nikolai Stavroguin –el personaje más complejo– es el reverso del héroe romántico creado por Byron y Pushkin: pusilánime y valeroso, depresivo y compulsivo, frío como una máscara, irónico, sarcástico, libidinoso. Una combinación que parece imposible y que, sin embargo, es un prodigio de coherencia.
El enigma que todavía hoy rodea a los personajes de Dostoievski, es quizá la causa de su permanente vigencia, y de que ediciones tan cuidadas como la de Alba sigan llegando a nuestras librerías. Stavroguin, en la traducción de Fernando Otero, afirma de sí mismo: “Soy capaz de desear hacer algo bueno, cosa que me produce satisfacción; pero a la vez deseo hacer algo malo, cosa que también me produce satisfacción (…) Toda situación ignominiosa, humillante sin medida, abyecta y, ante todo, grotesca en que me he encontrado en mi vida me ha inspirado siempre, a la vez que una rabia extrema, un deleite increíble. Eso es exactamente lo que he sentido cuando he cometido un delito y cuando he puesto mi vida en peligro”.