24/11/2016

El Pastor de Andorra

No puede esta web dejar de recordar al gran jotero y excelente persona, símbolo de las mejores virtudes aragonesas, humanas. Reproducimos el artículo que Eloy publicó el 23 de noviembre en su muerte.

 

A primera hora del martes llegaba el mensaje urgente de la alcaldesa de Andorra, Sofía Ciércoles, enviado diligentemente por Loli Gil, su secretaria. Tres días de luto oficial. Se me agolparon los recuerdos, a la vez que la rabia por no estar en condiciones de ir al funeral del miércoles. También escribía, claro, Javier Alquézar, el director del Centro de Estudios Locales: contando que habían abierto una capilla ardiente en la Casa de cultura, que había escrito unas líneas a modo de necrológica para Celandigital y Josefina Lerma estaba redactando una pequeña biografía. María Ángeles Tomás, responsable de Cultura en la comarca, me escribía: “Sí, un día triste, hasta los cielos lo están. Aunque supongo que José estará encantado del agüica que está cayendo para reverdecer los pastos”. Y luego, leo la prensa virtual, escucho radio y televisión, veo fotos de la consejera Maite Pérez llevando el pésame del Gobierno de Aragón a la familia, otros testimonios de instituciones y políticos y el mundo de la cultura. Nudo en la garganta.

Le recuerdo, hace casi todos mis años, acercándose al autobús de línea, que paraba siempre al verle en El Ventorrillo, caserío a pocos kilómetros de Andorra llegando desde Albalate; muchas veces con el ganado acompañándole. Recogía algún recado o dejaba al cobrador otros. Vivía bastante aislado, con su familia y algún otro masovero, quizá. Qué bien resonaban, nos contarían, en esas tierras altas y secas sus jotas entonadas en soledad, alegrando hierbas, ribazos y peñascos. Así se lo conté a Joaquín Carbonell, nacido en la vecina Alloza, cuando escribió una serie luego recogida en libro; así a otro Iranzo no pariente cuando rodó un reportaje. Era uno de los mitos de mi infancia.

Mi madre siempre me recordaba que su mujer, Pascuala, era hija de un primo hermano de mi abuelo Pascual, y así nos hemos tratado siempre, con ellos, con sus hijos. Pasé pequeñas vacaciones con los tíos Josefina y Manolo Franco, y le veía y saludaba, como el personaje que era, pero sencillo, llano, discreto. No he ido mucho a mi villa natal después de morir mi abuela que vivía allí, maestra jubilada; apenas una o dos veces al año, y con prisas. Hasta hace ya unos años, en que di conferencias, moderé mesas redondas, acudí alguna Semana Santa, al Cachirulo, a San Macario, vi restaurarse el yacimiento de El Cabo, arreglos urbanos y mejoras sociales, mil problemas también. Las principales realidades culturales, la Biblioteca y Casa de Cultura, y la formación del citado centro de estudios modélico.

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En todos esos actos, se me guardaba el mejor premio: José aparecía, bien a comer o cenar, bien al café, y me cantaba, sabía bien cuánto gustaba de ello, “La Palomica”. Celebré en 1994 que se le hiciera hijo predilecto, y otros muchos homenajes; y en 1999 la concesión del premio Aragón, principal galardón aragonés, que provocó (siempre esta tierra “noble” que diría Trasobares) más de una protesta, porque había recaído en un cantante, un jotero, nada de eminentes sabios o artistas según costumbre. Fue nuestro “caso Bob Dylan”, antes de tiempo. Cuando se le homenajeó al año siguiente, intervine con palabras muy sentidas festejando su 85 cumpleaños. Luego, nos hicieron compadres suyos a Ángel Alcalá, siempre evocador de su Andorra natal desde su Nueva York de mil afanes, y hace seis años a mí: acudieron los dos arropándome, abrazándome.

En fin, poco antes de la Navidad, hace dos años, me llamó José Luis Melero, viejo y muy querido amigo y gran renovador de los estudios sobre la jota. Quería que les organizara una visita al Pastor de un grupo de joteros, zaragozanos en su mayoría, con Nacho del Río al frente. Fue todo estupendo, gracias una vez más a Loli Gil. Nos recibieron José y Pascuala, felices de la fiesta que se montaba, acompañados por sus hijos y algún nieto, sacando bandejas de ricas pastas, tortas de alma, almendrados, buen vino del secano. Hubo cantos de unos y de otros y de todos. Yo pensé que era a la jota lo que las jam-session al jazz. Qué alegría. Aún deben de vibrar esas paredes.

Qué reciente la “Jota de Saura”, que es el do de pecho del gran director, la gloria del baile, y la dignificación total de un canto que pasó por vericuetos no siempre santos pero estaba renaciendo, entusiasmando. No faltaba allí su curtida piel, su mirada con ojos asombrados, su gesto de “no será para tanto” de quien voló y cantó por medio mundo, ante jefes de estado y de gobierno, potentados y gentes humildes que lloraban. Que apiló honores y medallas como nadie.

Hoy, aunque aún fuerte la voz hasta hace poco, los 101 años magníficos parecen casi “exculpatorios”, previsible el final. Hay una gran ola de sentimientos en todo Aragón. Y Andorra, que acaba de vivir días de tensión y gravísima preocupación por su futuro, negro como el carbón que no tiene ayudas, convertirá hoy esas multitudinarias protestas en un inmenso entierro emocionado, como cuando morían, en otros tiempos, varios mineros en un derrumbe de tierras. Porque se nos ha ido, el último trovador, como dijera Fernando Solsona, que organizó desde el Ateneo de Zaragoza un viaje a homenajearlo, y escribió un sentido libro, que le ofreció. Era discreto siempre, humilde y sabio, el hombre bueno símbolo de nuestras mejores cosas. Ha levantado mucho el vuelo, porque la tarde ya pardeaba y se estaba poniendo el sol, nuestro amo. Descanse en paz.