La estupidez humana

El economista chileno Manfred Max-Need cuenta una anécdota muy llamativa, “Desde niño me ha preocupado mucho una cuestión: «¿Qué nos hace únicos a los seres humanos? ¿Hay algún atributo humano que ningún otro animal posea?» Mi primera respuesta fue que tenemos alma, y los animales no. Esto me sonó extraño y doloroso, porque amaba y amo a los animales. Además, si Dios era tan justo y generoso hecho que yo todavía creía en esos días no hubiera hecho tal discriminación. 0 sea, que no me convencí. Años más tarde, bajo la influencia de mis primeros maestros, concluí que éramos los únicos seres inteligentes, mientras que los animales sólo tienen instintos. Pronto me dí cuenta que era falso. Gracias a la etología, sabemos que los animales también poseen inteligencia. Y reflexioné, hasta que finalmente creí que lo tenía; los hombres son los únicos seres con sentido del humor. Otra vez fui desengañado por estudios ya que hasta los pájaros bromean entre sí y se «ríen». Ya era un estudiante universitario y había casi decidido rendirme, cuando mencioné a mi padre mi frustración. Simplemente me miró y dijo: «¿Por qué no intentas por el lado de la estupidez?»
Se ha impuesto el modelo económico del capitalismo en su versión neoliberal, en el que las personas intentan conseguir unos beneficios ilimitados a través de todos los medios que sean necesarios. Nunca se tiene lo suficiente. La avaricia ilimitada, un comportamiento que se desprecia como irracional en todas las sociedades no capitalistas, es el sistema de valores de los que están en la cúspide de la economía. Su ética rechaza explícitamente cualquier preocupación sobre las complicaciones sociales o los efectos colaterales. De acuerdo con ello, si lo importante en una empresa es el beneficio, el reparto de dividendos entre los accionistas, están plenamente justificados y son irrelevantes el maltrato a los proveedores, consumidores y los trabajadores; o el destrozo medioambiental.
Hay otro aspecto dentro del sistema capitalista que lo podemos denominar la paradoja del trabajo, tal como describe Federico Campagna en su libro La última noche. Anti-trabajo, ateismo, aventura. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de trabajo? Está claro que a las actividades que producen los objetos y servicios que nos rodean. Pero nos engañaríamos si pensáramos que los objetos y los servicios son la verdadera razón del trabajo contemporáneo. Son el resultado más espectacular, pero han dejado de ser su finalidad principal. Lo podemos comprender con un ejemplo, los contingentes militares, a primera vista, podría parecer razonable suponer que la guerra es su objetivo principal, cuando no su único objetivo. Pero no es así. La guerra es el resultado más espectacular de los ejércitos tradicionales, pero no el fin principal de su creación. Más que nada los ejércitos producen disciplina, tanto en paz como en guerra. De igual modo, los productos y los servicios son el resultado más espectacular del trabajo, pero hoy han dejado de ser el eje sobre el que gira la producción. Dicha distinción entre trabajo y producción resulta nítida si consideramos la paradoja que caracteriza el trabajo contemporáneo.
Por una parte, sabemos que las crisis de sobreproducción destruyen la economía cíclicamente. La avalancha de ofertas proveniente de las fábricas y de las oficinas al ritmo irrefrenable del crecimiento ilimitado no está equilibrada por un nivel de demanda equivalente, como ocurriría en una economía capitalista funcional. Cada cierto tiempo se necesita una crisis o una guerra de gran envergadura para desprendernos del exceso de oferta. Producimos demasiado, trabajamos demasiado, y al hacerlo destruimos nuestra propia economía. Una situación semejante, aunque mucho más dramática, caracteriza la relación entre producción y recursos naturales. Para mantener los actuales niveles industriales de producción y consumo, nos obstinamos en destruir el conjunto de reservas naturales. La sobreproducción no solo causa estragos en la economía global, sino también en la biosfera del planeta. Nuestro trabajo excesivo no solo conduce a una crisis económica, sino a una catástrofe ambiental. Al mismo tiempo, disponemos de suficiente tecnología para prescindir de la mayoría del trabajo humano. Pero en lugar de servirnos para incrementar nuestro ocio y hacer que las máquinas trabajen por nosotros, tenemos que competir con ellas y adaptarnos a ellas.
Por los adelantos tecnológicos se ha producido un extraordinario avance de la productividad de los trabajadores. En un mundo sensato, esta sería una gran noticia. Sería lógico pensar en que los salarios serían más altos, las jornadas laborales más cortas, jubilaciones a edades más tempranas, vacaciones más largas y una vida mucho más placentera gracias a una mayor disponibilidad de ocio. Esto no ha ocurrido, ni ocurrirá si seguimos en la trayectoria actual, porque el capitalismo no es una economía política sensata. Nuestra economía se desarrolla según los caprichos de los que detentan el capital. Estos invierten la riqueza de la sociedad-los excedentes creados por los trabajadores- solo en el caso que les haga más ricos y además necesitan del trabajo en las oficinas y las fábricas para disciplinar y someter a la clase trabajadora, y para que quede claro quién manda.
Frente a esta locura colectiva, existen alternativas. Por ello, retorno a Manfred Max-Neef autor del libro Economía Descalza: Señales desde el Mundo Invisible. Pude conocerlo a través de una entrevista realizada en noviembre de 2010, de la que reproduzco un pequeño fragmento. En su primera respuesta explica el concepto de Economía Descalza: “Es una metáfora surgida de una experiencia. Trabajé 10 años en áreas de pobreza extrema, en las sierras, en la jungla, en áreas urbanas de Latinoamérica. Un día estaba en una aldea indígena en la sierra de Perú. Un día horrible; había estado lloviendo todo el tiempo. Parado en una zona muy pobre y frente a mí estaba otro hombre parado sobre el lodo. Nos miramos. Era un hombre de corta estatura, delgado, con hambre, desempleado, cinco hijos, una esposa y una abuela. Yo el refinado economista de Berkeley, maestro de Berkeley, etc. Nos mirábamos frente a frente y no supe qué decirle; todo mi lenguaje de economista era obsoleto. ¿Debería decirle que se pusiera feliz porque el PNB había subido un 5%? Era absurdo. Entonces descubrí que no tenía un lenguaje para ese ambiente y que debía inventar un idioma nuevo. Ese es el origen de la metáfora economía descalza, que, en concreto, significa la economía que un economista usa cuando se atreve a meterse en los barrios bajos. Los economistas estudian y analizan la pobreza desde sus oficinas lujosas, poseen todas las estadísticas, desarrollan todos los modelos y están convencidos de que saben todo lo que hay que saber sobre la pobreza. Pero ellos no entienden la pobreza. Ese es el gran problema. Y es también el motivo por el cual la pobreza aún existe. Esto cambió completamente mi vida como economista. Inventé un lenguaje coherente para esas condiciones de vida”.
¿Y cuál es ese idioma? “Sabemos muchísimo pero entendemos muy poco. Nunca en la historia de la humanidad ha habido tantos conocimientos como en los últimos cien años. Pero mira cómo estamos. ¿Para qué nos ha servido el conocimiento? El conocimiento no es suficiente. Carecemos de entendimiento. La diferencia entre conocimiento y entendimiento es clara. Imagina que tú has estudiado todo lo que puedes estudiar desde una perspectiva teológica, sociológica, antropológica, bioquímica y biológica sobre el amor. El resultado es que tú sabrás todo sobre el amor, pero tarde o temprano te vas a dar cuenta de que nunca entenderás el amor a menos de que te enamores.¿Qué significa esto? Que sólo puedes llegar aspirar a entender aquello de lo que te vuelves parte. Cuando perteneces, entiendes. Yo entendí la pobreza porque estuve allí; viví, comí y dormí con ellos”.