Y si la política es diálogo, la política democrática es un diálogo reforzado.
Si estamos donde estamos en relación con la cuestión catalana se debe a la ausencia de diálogo entre determinadas fuerzas políticas. A esta ausencia de diálogo han contribuido con auténtico frenesí determinados medios de comunicación. Una prueba irrefutable de que la democracia auténtica no ha calado en determinados sectores de la sociedad española. Una secuela del franquismo. Por ello parce oportuno recurrir a lo que expresan algunos politólogos sobre la importancia del diálogo en la democracia.
En primer lugar me fijaré en el Trabajo Diálogo y Democracia de Laura Baca Olamanedi, profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de Méjico (UNAM) y discípula de Norberto Bobbio. Nos indica, que la democracia es, sin duda, el régimen político que tiene mayor vocación por el diálogo. Como valor ético de la política y como método para lograr consensos, el diálogo es consustancial a la democracia; permite la comunicación, el conocimiento, la comprensión, la empatía y los acuerdos entre actores políticos. Las libertades de conciencia, de expresión, de reunión, de asociación o el derecho de petición, por ejemplo, son conquistas que están en la base o suponen el ejercicio del diálogo. Asimismo, la democracia cuenta con instituciones y espacios como el parlamento y las campañas electorales en los que el diálogo es la forma de relación por excelencia entre los actores políticos. El diálogo es, pues, un medio para canalizar racionalmente la pluralidad política y también una forma de producir decisiones políticamente significativas y consensuadas. Perseverar en el diálogo es importante en una época como la actual, signada por profundos cambios en todos los ámbitos. En efecto, ante las tensiones generadas por la emergencia de la diversidad política, económica, social y cultural es necesario potenciar el diálogo para articular democráticamente las múltiples identidades existentes. El diálogo es un recurso de gran valía para evitar que las tensiones que genera la diversidad tengan como resultado la exclusión, la fragmentación y la violencia. Fortalecer la cultura política democrática implica, entre otras tareas, consolidar el ejercicio del diálogo como forma de hacer política. Es de sobra conocido que en la mayoría de las sociedades autoritarias el diálogo muchas veces es sustituido por el “monólogo”, es decir, por la práctica que, traducida literalmente, se refiere al “hablar consigo mismo”. El monólogo se impone cuando al exponer postulados políticos propios se excluye a los demás interlocutores, quienes con frecuencia dejan de ser adversarios para convertirse en enemigos irreconciliables a quienes se pretende eliminar.
Rodolfo Arango, Magistrado del Tribunal Especial para la Paz de Colombia, en un artículo muy esclarecedor titulado La virtud del diálogo escribe que Habermas hace su propia propuesta. La acción comunicativa, pretende rescatar la democracia de las ruinas en que acabó el proyecto de la Ilustración luego del genocidio judío. Rechaza la desesperanza, pese al desencanto con la modernidad. El pesimismo es algo demasiado costoso que no podemos darnos el lujo de practicar. Si vivimos en un mundo donde todo yace en fragmentos, donde han perecido los grandes metarelatos, donde ya no es posible defender una idea unitaria del bien ni de la justicia, parecería que estamos condenados al relativismo moral. En estas circunstancias, el poder y la fuerza dominan las relaciones humanas, no el ejercicio autónomo de la razón. A ese fatalismo irracional opone una renovada concepción de la acción humana. Lo que nos une como especie es la capacidad de comunicarnos cooperativamente. Usamos el lenguaje no sólo como instrumento para alcanzar fines. También lo hacemos buscando entendimiento con otros y para expresar estados de ánimo propios. El diálogo nos permite llegar a un entendimiento intersubjetivo sin recurrir a la violencia o la coacción.
Ese principio básico del diálogo como esencia de la democracia lo expresó muy bien Pedro Sánchez en su acto de proclamación como candidato socialista a la Presidencia del Gobierno en junio de 2015. Parafraseando a Fernando de los Ríos, el líder socialista abogó por «abrir un tiempo de tolerancia y respeto que permita el diálogo fructífero» ya que «la única revolución que hace falta en España es la revolución del respeto”. Los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad no pueden reducirse a una cuestión moral, aunque sin ética no hay convivencia. Pero nuestros problemas son políticos y tienen que abordarse políticamente. Y si la política es diálogo, la política democrática es un diálogo reforzado. Diálogo es lo que ha faltado durante estos años en uno de los temas que más deberían ocuparnos, como es el de las relaciones entre el Gobierno central y el de Cataluña. No es aceptable que dos gobiernos democráticos hayan vivido durante casi cuatro años de espaldas uno de otro, calculando los réditos del conflicto, sin comprender la ruina colectiva a la que nos llevan sus cálculos.
Y en estos momentos como presidente del Gobierno del reino de España, Pedro Sánchez continúa defendiendo el diálogo para tratar de encauzar de una manera razonable la cuestión catalana. Realmente la tarea para Sánchez va a ser muy compleja. Ni que decir tiene que desde determinadas fuerzas políticas de carácter estatal, el PP y Cs se lo van a poner muy difícil. Como también desde determinados sectores, cada vez menos, del independentismo catalán, encabezados por Puigdemont y Torra. Pero ambos se retroalimentan, se necesitan. No pretenden convencer, sino derrotar y humillar al enemigo. Como tampoco quieren el diálogo determinados sectores, cada vez menos por la política de distensión de Sánchez, del independentismo catalán, encabezados por Puigdemont y Torra. Pero ambos se retroalimentan, se necesitan. Son posturas irreconciliables. Y son irreconciliables si desde un planteamiento se aduce que en septiembre y octubre de 2017 las autoridades catalanas llevaron a cabo un golpe. Y si desde el planteamiento independentista se replica que en España no está vigente la democracia, sino un régimen neofranquista. Planteamientos totalmente falsos, ni hubo golpe, lo que no implica que no se saltaran la legalidad; como también es falso aducir que en España no exista una democracia, lo que no significa que sea perfecta. Desde esas posiciones, se cierra la puerta a un mínimo entendimiento entre las partes. Con golpistas no hay nada que hablar: se los detiene, juzga y encarcela. Con un régimen neofranquista no cabe colaboración alguna. Y esto es un círculo vicioso, del que habrá que salir. Es lo que está intentando Pedro Sánchez. Y sin embargo, Rivera argumenta que el “vis a vis” entre Iglesias y Oriol Junquera es una humillación al pueblo español. Tal argumento es una muestra palpable del nivel de degradación al que puede llegar una democracia. O sea, que hablar, dialogar es una humillación al pueblo español. Alucinante. Lo que es una humillación al pueblo español es que un líder político pueda emitir tales palabras.
Quiero terminar con las palabras finales del artículo de Rodolfo Arango, plenas de actualidad para los momentos actuales, y especialmente dirigidas a todas esas mentes recalcitrantes y cerradas a cualquier solución razonable. Ahí van, para que mediten:
“El telos del lenguaje nos conduce fuera del laberinto… Largos años de diálogo en La Habana entre enemigos, hoy meros adversarios; intensas negociaciones entre partidarios del Sí y del No para reformular y precisar el acuerdo final de paz; estos son sólo dos ejemplos que muestran el avance de la democracia dialógica en Colombia. El diálogo transforma, desarma, humaniza. Podemos mirar con moderado optimismo el futuro. No todo está perdido en un mundo ajeno a la virtud y carente de una concepción unitaria del bien. Mientras persistamos en el diálogo, demos oportunidades a todos, y tengamos lealtad con las decisiones emanadas de la acción comunicativa, podremos desterrar la violencia y construir una comunidad más justa, digna y solidaria”.