En la muerte de Jesús Vived, un gran senderiano
-“Soy cura, periodista y músico”, solía decirnos. Y añadía: “No sé ni quiero elegir una sola de esas condiciones”. Le conocí en Madrid, en la Escuela de Periodismo de la Iglesia, donde acababa esa carrera cuando la iniciaba yo, y al ser ambos aragoneses surgió la incipiente amistad. Luego, ya en Zaragoza, escribía excelentes entrevistas y artículos en “Aragón Exprés”, y nos veíamos en una tertulia muy estimulante y divertida en el Hotel Gran Vía (con Domínguez Lasierra, Ana María Navales, Rafa Fernández Ordóñez, Luis Granell, Manuel García de Frutos, y otros menos fijos).
Nos apoyó escribiendo en el nº 1 de “Andalán”, el 15 de septiembre de 1972 un artículo muy medido “Realidad presentida”, y luego hizo en el 7 un reportaje por el Bajo Cinca, tan senderiano, en el 43 habló de Sender y Huesca, y en el 350, ya en 1982, sobre lo aragonés en Sender. Se atisbaba su gran vocación, la de estudioso a fondo del gran escritor de Chalamera, leyéndolo todo, viajando a sus fuentes, de California a Moscú (le traje de México el dossier de su llegada como exiliado inmigrante allí), y hablando con él, que le dedicó un libro, asombrado y encantado de esa amistad con tan singular sacerdote. Escribió, tras muchos artículos y aproximaciones, su gran biografía, no superada.
Como sacerdote fue siempre discretísimo, aceptando con tímida (o somarda) sonrisa cualquier leve broma, aunque respetábamos su enorme honestidad personal, intelectual. Disfrutamos también de su entrada en La Seo, donde fue segundo organista, apasionado con la música. Inolvidable el día en que, a puertas cerradas, nos interpretó a media docena de amigos el beatleniano “Yesterday” al órgano, que resonaba en los altos techos de la catedral. Apelé a su condición cuando, en 1974, bautizó a nuestra hija menor, Laura, en la amplia y hermosa iglesia parroquial de Épila. Una reunión familiar en la que se reunieron mis padres y suegros y todo el resto de próximos.
Jesús, monegrino criado en Castejón aunque nacido en Huesca, amaba enormemente esa patria chica, el Alto Aragón, y todo él. Marchó a Barcelona, donde había buenos trabajos y mejor valoración y acogida (fue muchos años la mano derecha de Luis del Olmo en su célebre “Protagonistas”). Pero venía todos los otoños o primaveras, y nos veíamos con Andrés Ortíz Osés, a quien me había presentado mucho antes, y repasábamos mil temas y opiniones. Además, nos llamábamos con alguna frecuencia por teléfono (no le gustaba mucho el correo electrónico) en largas conversaciones en que preguntaba detalles sobre muchos amigos y conocidos, la vida cultural, la política –que le desazonaba mucho-. Nos despedíamos varias veces, porque tras hacerlo volvían nuevas preguntas. Leía el Heraldo minuciosamente, pero quería la trastienda de esas y otras noticias.
Cuando le visitamos alguna vez en su casa de Barcelona, muy cerca de la plaza de España y los espacios de la Expo de 1929, tocaba ya en un piano eléctrico: el suyo llevaba muchos años en nuestra casa, a donde lo mandó con emociones agridulces en pago a un viejo préstamo. Íbamos a comer por allí cerca, u otras veces acudía y nos veíamos en actos en su frecuentado Centro Aragonés de la calle Joaquín Costa, donde era muy apreciado.
Enfermo grave del corazón, operado con él abierto varias veces, vivía resignado en una soledad que acompañábamos los amigos, su música, sus estudios. Era un escritor pulcro, ordenado, exhaustivo, y una persona educadísima y culta, se ha dicho ya en muchos apretados y sentidos textos (Gómez Caldú desde el grupo de Estudios Senderianos, en el que era, claro, muy respetado; Juan Domínguez, Juan Antonio Gracia y otros varios más). Ya sé que el recurso a los recuerdos propios es algo inapropiado al que recurrimos cuando se muere un amigo. Pero creo que con esos trazos queda reflejado mejor aún su carácter y su personalidad.
Y envío y propongo esta foto suya en julio de 1960, brillante joven sacerdote. Tres años antes de conocernos, hace medio siglo largo.