Carlos Mas: Un mundo para recorrer con la memoria
El pasado día 13 de diciembre la editorial Comuniter presentó el libro de Carlos Mas Arrondo “Historia de la Humanidad en miniatura. Añón de Moncayo, Zaragoza, España”. Nuestro compañero Eloy Fernández, leyó un extracto de su prólogo. Aquí reproducimos otro.
La elección de un pueblo de las faldas aragonesas del Moncayo no es resultado de una vinculación, una procedencia familiar, o laboral, o turística, sino por su rica documentación, su lugar de cruce de caminos, su oferta de mundos agrarios y preindustriales, señoríos religiosos y pobrezas, bosques y ríos; también su riesgo de desaparición. No deja de sorprender un trabajo tan extenso y profundo, sobre un lugar así. Pero conforme se avanza en la lectura, se va agrandando, nos atrae y emociona. Es un escenario a la vez protagonista, que emite señales y recibe muchas de todas partes; como un álbum en el que se cruzan mapas y dibujos, fotografías añejas, esquemas. Y este saber universal, esta enciclopedia en cientos de páginas, adquiere rango de magia y hazaña. Y un flujo de ida y vuelta marcha del pueblo al encuentro del mundo, y recibe ecos del mundo y de las diversas épocas, reflejadas allí.
Se responde a esas preguntas posibles abordando mundos prehistóricos, civilizaciones romana, cristiana o musulmana. Se nos explica, al fin (porque son temas casi siempre oscuros, difíciles de entender) qué es y cómo funcionan una orden militar y sus encomiendas; los castillos en las fronteras con Navarra y la vieja Castilla. La soberbia iglesia parroquial, entre las escasa románicas tan al sur del Ebro, descrita con primor.
La descripción y explicación de esa economía agraria “cautiva” por tributos y todo tipo de gabelas, diezmos y primicias. La presencia de los grandes asuntos: el agua y los puentes y caminos, el bosque, los pastos, los litigios, incendios, roturaciones furtivas, cortes ilegales y denuncias… La presencia siempre algo diabólica, del lobo. Y todo ese mundo de las cuevas, y sus leyendas (por fuerza Gustavo Adolfo Bécquer hubo de respirar aquí ese aroma), o las brujas, tan famosas las de Trasmoz, contempladas con la sabiduría de Caro Baroja o nuestro Ángel Gari.
La bendita demografía, con esa minuciosa enumeración de fuegos de fines del siglo XV, que se detallan amorosamente en nombres y oficios, siendo el más abundante el de pobre o muy pobre. Las personas. El historiador deja que las notemos los lectores, y no enfatiza: pero por ahí están nombre a nombre, en 1846, los cabezas de familia (muchas mujeres, por cierto) entre ellos el prior y el coadjutor.
Y su evolución en el XVII y XVIII, los complejos contratos de arrendamiento y los conflictos que se generan, los paros por falta de agua suficiente. Y, claro, casi el epicentro, la ferrería y el martinete, el modesto trabajo de los herreros, complejo, importante, aunque de reducida dimensión. Se nota el apego a ese mundo, sus máquinas y sus instalaciones, los mazos, el aire vizcaíno. Y así llega hasta nuestros días, con mil datos, anécdotas, reflexiones.
Y no sólo acontecimientos y sus claves, atisbadas al menos, en torno a Añón. El entorno relacional, a pesar de lo duro de las distancias, es muy vivo, sobre todo con Talamantes, y los demás pueblos y lugares moncaínos, especialmente Veruela y Tarazona. Y muchas referencias a otros lugares, otras historias (pero siempre el ser humano detrás, sea donde sea), a hechos culturales muy diversos que exigen cierta cultura y mucha atención. Libros y películas que evocan y acompañan y lo dicen todo, como Novecento. Y datos abundantísimos, aunque ya he refrido su temor a medirse con Internet. Y por ejemplo, qué fuerza tienen en la historia hechos no humanos pero de gran repercusión en ellos, como un eclipse de sol.
En noviembre del 2000 se emitió por la televisión un magnífico programa de la serie Un país en la mochila dedicado al Moncayo y su mundo por José Antonio Labordeta, quien ya antes, en una de sus canciones más emotivas y simbólicas, “Aragón”, había hablado del Moncayo como “un dios que ya no ampara”. En este libro, Añón, sus gentes anónimas o legendarias, sí resultan amparadas por su silueta de más de dos mil metros con frecuencia nevados o entre nieblas, con la serenidad que da un tiempo largo, una esperanza nunca rota.