Estupendamente: José Antonio Labordeta
Toda obra literaria no deja de ser, en el fondo, sino un viaje del autor. Los caminos pueden ser tan variados como numerosos -por pueblos y paisajes; por la fantasía y la imaginación; por usos y costumbres; por la memoria y el recuerdo- pero no dejan de ser en lo sustantivo caminos que se recorren.
La última obra, el nuevo viaje, de José Antonio Labordeta -“Regular, gracias a Dios. Memorias compartidas”- comienza en los calores y las luces del verano del 2006 para llegar hasta ayer mismo, estallada ya la primavera del 2010.
Es un viaje, ante todo y en mi opinión, presidido por los claroscuros, por una lucha permanente y encorajinada entre las luces y las sombras, de la misma intensidad con la que batallan en el cielo a la hora del crepúsculo o en el momento de la aurora. En el arranque ya está en primer plano, más que la metáfora, esa realidad: la luz, esta luz agobiante de los veranos zaragozanos que en su exceso ciega los paisajes, contrasta brutalmente con la sombra, la inmensa sombra, que sobre el autor comienza a extenderse, el cáncer.
Todo el libro está escrito entre las salas del hospital Miguel Servet y las habitaciones y el pasillo de su casa. Pero todo el libro, asimismo, está permanentemente abierto a un campo sin puertas ni cerrojos, el de los recuerdos.
Cultivar recuerdos, acariciarlos, es la tabla de salvación de quien empieza a saberse, a sentirse al menos, náufrago. A esa tabla se agarra el autor, pero su vigor literario, su calidad humana, la riqueza de su vida, su sorna casi permanente y su serenidad siempre, hacen que el lector se agarre también a ella desde la primera hasta la última página.
Es un libro, ya lo dije, de permanente claroscuro, de enconada pelea entre las luces y las sombras. La enfermedad, el cáncer, agiganta oscuridad en el futuro del cuerpo del que se enseñorea; los recuerdos, obligadamente remitidos a la España negra de la dictadura y al niño que fue, de los “de la cáscara amarga”, también acrecientan sombras. En ambos casos de impuestas oscuridades, las luces, las luminosas luces, las constituyen siempre, en José Antonio Labordeta, su familia y sus amigos. Algunos todavía pueden gozarle, a él y a esta su escritura; otros, obviamente, no. Mas, todo lector pasa a ser consciente de cómo este hombre se ha ido construyendo a base de muchos otros hombres y mujeres. No hacía falta que Labordeta lo dejará sugerido en una de estas páginas –“lo mejor ha sido las historias que me han alimentado como persona”-, porque, aun sin hacerlo explicito, está presente en cada una de sus referencias, en cada una de las líneas. Por ello, todas las luces, esto es todos los hombres y mujeres con los que y sobre los que se ha construido José Antonio Labordeta, tienen nombre, rostro y perfil propio, mientras aquellos que agigantaron sombras son tan sólo masas informes, carne sin músculo o, a lo más, “murmullo negro de voces envidiosas”.
Siguiendo este su viaje del presente a los recuerdos y de los recuerdos al presente–del Servet a la infancia; del Teruel del tardofranquismo y de Andalán al pasillo de su casa; de la butaca del salón a sus “hermanos de la canción” o a Casa Emilio-, si algo tengo claro es que, por encima del acertado ritmo narrativo, de las sugerentes metáforas y del vigor literario que despliega el escritor José Antonio Labordeta, en este su “Regular, gracias a Dios” destaca el testimonio tierno, humorístico, entrañable, recio y sereno de un hombre que no debe refugiarse en el “recuerdo de que fuimos hombres y mujeres con coraje y sin miedo”, porque sigue siendo ese mismo hombre, ese mismo luchador construido sobre la base de sus muchos amigos luchadores. Al fin y al cabo, este libro sigue siendo, como toda su obra, como toda su vida, un canto a la libertad. Un tan hermoso como necesario canto a la libertad.