Bélgica: la crisis de un modelo de Estado
«La Unión hace la fuerza» reza el lema del Reino de los Belgas (oficialmente, en tres lenguas; en el escudo sólo en francés: la segunda lengua en número de hablantes). Un nombre oficial de un estado que, cuando se creó hace casi dos siglos, levantó un intenso debate sobre su adecuación (Bélgica era un neologismo tomado de la historia para referirse a un territorio habitualmente denominado «Países Bajos españoles» o «Países Bajos austriacos»). Al final, fueron los belgas (uno de los pueblos de la antigua Galia) los que dieron nombre a un reino, cuyas únicas señas de identidad eran entonces su continuado sometimiento a potencias extranjeras (con el añadido del obispado de Lieja) y su carácter ampliamente católico. Unos mimbres escasos, pero que en el momento en que se desarrollaban importantes movimientos de liberación nacional en los que la cuestión religiosa jugaba un papel importante (Grecia, Irlanda, Polonia) podía tener su explicación. Dos siglos más tarde, no queda nada de eso.
La victoria electoral de la Nieuw-Vlaamse Alliantie (17,4 % de los votos del conjunto del Estado; 27 de los 88 diputados flamencos y de los 150 totales) ha hecho que muchos europeos volviesen la vista hacia Bélgica, un estado que en los últimos años vive una casi permanente crisis de gobierno. Ello se debe a una peculiar estructura del Estado, mucho más compleja que la de cualquier estado federal y a la existencia, desde 1970, de un sistema de partidos duplicado (hay dos partidos socialistas, dos partidos democrata-cristianos, dos partidos liberales, dos partidos ecologistas) al que se suman los partidos nacionalistas. Si es que podemos hablar de partidos nacionalistas: lo cierto es que no existen partidos de ámbito estatal.
La complejidad no consiste en esto, que sería relativamente sencillo. En Bélgica existen dos estructuras paralelas: las Regiones y las Comunidades. Las Regiones tienen competencias sobre aspectos económicos: política económica, agricultura, empleo, transportes regionales, obras públicas, medio ambiente, poderes locales… Las Comunidades lo tienen sobre las culturales: lengua, enseñanza y cultura. Pero las Regiones (Flandes, Valonia y Bruselas-capital) no coinciden con las Comunidades (flamenca, francesa y germanófona).
La Región de Flandes nunca se ha constituido y sus competencias son ejercidas por la Comunidad Flamenca. Ejerce todas las competencias en el territorio de la Región de Flandes, y las culturales en algunos «municipios con facilidades» (municipios con un régimen especial en materia lingüística) y en Bruselas-capital (sólo para quienes la eligen).
No ocurre lo mismo con las demás instituciones: la Región de Valonia incluye los municipios de lengua alemana (que tienen su propia Comunidad germanófona, con competencias culturales), y ejerce las competencias económicas. La Comunidad francesa ejerce competencias culturales en el territorio de la Región de Valonia, en algunos «municipios con facilidades» y en Bruselas-capital (sólo para quienes la eligen). Bruselas-capital es una Región, y sólo tiene competencias económicas. En lo cultural, sus habitantes dependen de dos Comunidades distintas. La inexistencia de una frontera lingüística clara (hay importantes minorías a ambos lados de ella) y los «municipios con facilidades» complican aún más la cuestión.
Este galimatías lleva a que haya seis status diferentes y a que la Comunidad Flamenca ejerza más competencias y sobre más personas que cualquiera de las otras entidades. Para los flamencos disponer de un estado propio, que ejerciese las actuales competencias de la Comunidad Flamenca más las correspondientes al Reino de Bélgica, sería un proceso relativamente más sencillo que para los valones (propiamente hablando, para los de lengua francesa) o para los germanófonos, con un entramado institucional mucho más complejo. Por eso, la reorganización del Estado se siente de forma completamente diferente en el Norte y en el Sur del País.
Para una parte importante de la población flamenca, la única solución está en la separación del Reino de los Belgas, que ha llegado a ser un instrumento político absolutamente ineficaz (los breves gobiernos belgas duran menos del tiempo que el que tardan en formarse; los gobiernos flamencos se constituyen de forma automática, con la presidencia en manos del partido más votado y la vicepresidencia en la del segundo). Pero, ni siquiera esta separación es sencilla, porque ¿qué hacer con Bruselas, una isla de lengua mayoritariamente francesa (pero con una amplia minoría flamenca) rodeada de territorio de Flandes? En los próximos meses, los partidos políticos deberán ser capaces de aportar las soluciones que no han sido capaces de diseñar a lo largo del último siglo. De lo que no queda duda es que si hay un lema nacional utópico, ese es el del Reino de Bélgica.