14/07/2010

Ganó el futbol; ganó la España “holandesa”

El mundial de Sudáfrica lo ganó el fútbol, o séase la selección española. No siempre el mejor juego y la mayor voluntad de equipo tienen el premio del triunfo; esta vez, para bien del fútbol, sí. Lo curioso es que ese premio ha venido envuelto en paradojas. Entre otras, y la fundamental, España ha confirmado en este mundial lo que hace ya un tiempo venía anunciando: que ha dejado de ser, futbolísticamente, España. Si cada país tiene ciertas señas de identidad las de España estaban sintetizadas desde los tiempos de Amberes –a las Olimpiadas de 1920 y no a los tercios del Duque de Alba me refiero- en la furia. Bien mirado la furia es al fútbol lo que la guerrilla a las contiendas militares: el empuje bravío; el arrebato desesperado –“a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo”-; la irrupción individual y el desorden colectivo. Características todas ellas, por otra parte, tan aptas para la épica puntual como para los desastres finales. No es casualidad que al gol del “empecinado” Zarra contra Inglaterra sucediera, sin tiempo de transición, el “napoleónico” 6 a 0 encajado frente a  Brasil o que, tras el cabezazo en escorzo inverosímil de Marcelino a las redes de Yashin, no haya habido otro cabezazo más famoso en el fútbol español que el de Tassotti a la cara de Luis Enrique. La sangre y las lágrimas de Luis Enrique han simbolizado durante mucho tiempo la impotencia histórica del fútbol español. La furia suele traer aparejadas estas cosas.

Pero el fútbol español hace ya un tiempo que comenzó a cambiar sus señas de identidad. Los primeros síntomas se percibieron con la Quinta del Buitre. Había todavía, como en todo lo que pugna por brotar, mucho de entremezcla. De hecho, nada más antagónico a la figura del guerrillero clásico que el propio Butragueño; como contrapunto, ahí seguían estando toneladas de furia personificadas en la testiculina de Camacho. Eran, ciertamente, tiempos de magma y duda en los que ni lo viejo terminaba de morir, ni lo nuevo de nacer.

Pero sí los cambios habían comenzado a aflorar en el centro –en la cantera madridista-, el relevo definitivo vino de la periferia. En concreto de Barcelona, con un Barça que comenzaba a mirar a Holanda. A aquella Holanda que tenía al balón como objeto de deseo y a cada individualidad –incluido Cruyyff- como gajo que únicamente alcanzaba sentido al ensamblarse en el conjunto de esa “naranja mecánica”. Una golondrina no hace, en verdad, verano; muchas sí: el banquillo del Barcelona ha sido una sucesión de holandeses. A holandés ido, holandés venido: Rinus Michels, Johan Cruyff, Louis Van Gaal y Frank Rijkaard. Unos y otros -los que gestaron la naranja mecánica y los que la  seguían soñando- holandizaron el fútbol del Barça e hicieron de la Masía su nueva Holanda.

En realidad, bien mirado, Guardiola es “holandés”. Y también Xavi, e Iniesta, y Piqué, y Pedro y Busquets –el hijo de aquel portero que a las órdenes de Cruyff fue el primero en dar tanta, o más, importancia, a los pies como a las manos-. El núcleo duro de la selección española proviene del Barça, o séase de Holanda, de la misma forma que en tiempos de la furia provenía del País Vasco –durante mucho tiempo del Athletic y luego de la Real-, con uno de sus ojos permanentemente orientado hacia Inglaterra.

Lentamente –las nuevas semillas no conquistan de la noche a la mañana territorios largamente cultivados- el gusto por el balón y el toque fue desplazando al pelotazo y a la carrera en largo; el orden a la furia; la normalidad a la épica; el ejército reglado al guerrillero. Primero, como decía, lo hizo en el Barça; luego en la selección. Lo paradójico es que en ésta lo comenzó a hacer de la mano de un madrileño, Luis Aragonés, que provenía del equipo históricamente menos holandés, el Atlético de Madrid, y luego de un salmantino –Vicente del Bosque- forjado en la cantera madridista y en la tradición de antidivismo y sentido común de Luis Molowny, “el Mangas”. Uno y otro – Luis y del Bosque- gestaron una selección barcelonista y, por lo dicho, “holandesa”.

Como el destino acostumbra a estar minado de paradojas, a la selección española más holandesa de todos los tiempos le correspondió enfrentarse en la más importante de sus batallas no a ninguno de sus habituales demonios familiares –las Italia, Francia, Brasil o Argentina-, sino a la propia Holanda. Claro está que esta Holanda –con karatekas como Van Bommel y De Jong- tiene muy poco de holandesa y sí mucho de la peor Italia futbolística:  agazapada, especuladora, hosca, marrullera y violenta.

Para bien del fútbol, ya lo dijimos, ganó el fútbol. La camiseta naranja seguirá sin lucir –tras tres finales perdidas- la estrella de campeones del mundo. Entre los buenos aficionados holandeses, más que el consuelo, irá surgiendo, si no ha surgido ya, el orgullo de que la Roja que ahora la luce lo ha hecho a base de lo que fueron sus propios principios y sus ideales de antaño y que fueron ellos quienes aquí los desparramaron. Por el contrario, la furia española de tertulia, épica, guerrilla, victorias parciales y desastres finales, ha encontrado en este máximo triunfo su mayor derrota. ¡Viva el fútbol de la España “holandesa! ¡Viva el fútbol de la nueva Roja!