22/09/2010

Días de lágrimas y recuerdos

Hace un par de días que un compañero periodista me ha puesto sobre aviso: José Antonio está ingresado. Le he pedido a Eloy que me tenga informado y espero.

Domingo 19. El despertador suena a las ocho y, maquinalmente, enciendo el transistor. Suena el Canto a la libertad y, aún bajo las tibias sábanas, lloro en silencio. Y escucho las primeras informaciones, los primeros comentarios. Mientras esté en casa, hoy no apagaré la radio. Ducha, desayuno, esas rutinas que cada mañana te sitúan en el mundo real, tan solo levemente alteradas por las pequeñas dificultades que provoca mi rodilla maltrecha, se suceden hasta que suena el teléfono. “Soy Lucía”. Y lloramos juntos, aunque ella, Lucía Pérez, la de Jorcas, la de Teruel Existe, esté allí y yo en Zaragoza.

Jorcas

Conocí a Lucía el 15 de agosto de 1975, en Jorcas (Teruel). Luis Ariño, profesor en la Universidad de Valencia, había invitado a José Antonio a cantar en las fiestas de su pequeño pueblo, achicado aún más por la emigración. Entonces Labordeta cantaba solo con su guitarra, y su equipo de sonido cabía en la trasera de un R-12 ranchera, así que quedaba una plaza libre y me la ofreció. Fuimos por Belchite, Muniesa y Utrillas para, pasado el puerto de San Just, coger la carretera de Allepuz. Los solitarios páramos turolenses que José Antonio evocaba en las canciones de su primer disco (Las arcillas, Los leñeros, Los masoveros) me impresionaban y creo que a él también le seguían impresionando.

La definición más exacta de Jorcas nos la dio el primer vecino con el que nos encontramos, al preguntarle por la casa de Luis: “sigan por ahí y la tercera casa habitada a la derecha; esa es”. Guardo viva la imagen del recital en la pequeña plaza: un remolque de tractor, Labordeta con su guitarra encima y, colgada del muro ciego de una casa, una pancarta o, mejor, un grito: “Esta tierra es Aragón”. Y recuerdo también el cariño con el que Lucía y su madre (ahora ya anciana y cuyo cuidado le impidió a su hija bajar a Zaragoza hace dos días) nos acogieron a José Antonio y a mí en su casa, primorosamente conservada.

El sábado 16 lo dedicamos a visitar Villarroya de los Pinares y Miravete de la Sierra, hermosas poblaciones en una vega tan dulce como áspero es el paisaje que le rodea, entre la Sierra de Gúdar y el Maestrazgo. Al día siguiente madrugamos, porque aquella misma tarde Labordeta tenía que cantar nada menos que en Zaidín y, desde Jorcas, había muchos kilómetros de malas carreteras. Falto de sueño, yo iba dando cabezadas a pesar de que llevábamos puesta la radio; despertaba de tanto en cuanto gracias a los codazos de José Antonio. Estaba preocupado por los controles que pudiéramos encontrar. La tarde anterior, tres miembros del FRAP habían asesinado en Madrid a un teniente de la Guardia Civil, Antonio Pose, y en aquella época los atentados podían provocar reacciones imprevisibles en los miembros de las fuerzas de seguridad, y más si se encontraban con unos rojos como nosotros.

Afortunadamente no encontramos ninguno y el recital de Zaidín se desarrolló con mucha más gente, pero no con más calor que el de dos días antes.

Lucía me contaría luego que Labordeta volvió a Jorcas todos los años hasta el 2000 o 2001. En el espacio donde en la edad media hubo un castillo, hay ahora plantada una tuya en su recuerdo.

Echo, Jaca

Me llama Eloy Fernández como había prometido: “Ya sé que lo sabes, pero…” Eloy siempre cumple lo que promete. Nuevas lágrimas.

Las radios y la televisión hablan continuamente de la muerte del abuelo (yo nunca le llamé así); veo y escucho a muchos de sus amigos: Eloy, Emilio Gastón, Tayo Marraco… Y mis recuerdos vuelan hasta el recital que José Antonio dio en Echo, quizá incluso antes que en Jorcas. La mujer de Aurelio Biarge (quien luego militaría en la UCD y el PAR) y yo nos apostamos en la puerta para repartir ejemplares atrasados de Andalán a los que entraban, a modo de propaganda del entonces joven quincenal. En aquellos tiempos aquello podía ser considerado subversivo; tanto, que los dos terminamos en el cuartelillo de la benemérita. Menos mal que Emilio nos sacó enseguida y sin consecuencias posteriores. Mariví Nicolás nos compensó aquella noche calentando nuestras camas con el mismo viejo artilugio de brasas con que lo hacían, siglos atrás, tantos montañeses.

Hoy puede parecer mentira, pero antes de cada actuación Labordeta debía enviar las letras de sus canciones para ser visadas por la censura. Y no era un simple acto burocrático. Recuerdo que, una vez que cantó en la sala grande del casino Unión Jaquesa, acudió un inspector de policía provisto de las letras de sus canciones, en folios sellados por la delegación del Ministerio de Información y Turismo. Se colocó en primera fila, debajo del escenario, siguiendo con el dedo para ver si José Antonio cantaba exactamente lo que allí estaba escrito. A pesar de que el inspector pertenecía a lo que entonces llamábamos la Secreta, sus intentos eran tan evidentes para el público como para el cantante, que alteró a idea el orden de sus canciones. Había que ver al policía, entre nervioso e histérico, intentando encontrar la canción que oía, hojas adelante, hojas atrás, o haciendo gestos para que el cantor le esperase.

Pudo resultar cómico, pero había tanto, tanto justificado miedo…

Andalán

Aún no son las seis cuando, valiéndome de mi condición de empleado de la casa, me cuelo por el garaje de las Cortes de Aragón para acceder sin escalones a la sala, abierta a los jardines del patio de Santa Isabel, donde han depositado el cuerpo de José Antonio. La fila de gente que espera a entrar llega ya desde la puerta principal de La Aljafería hasta el exterior de los jardines que rodean el foso del palacio. Me quedo discretamente tras el quicio de la puerta mientras se sientan, a la derecha la familia y a la izquierda las autoridades. Llegan Javier y Jesús Delgado, con Mariano Anós, pioneros de Andalán. Nos besamos sin hablar.

Mientras se termina de organizar el velatorio, recuerdo los viejos debates que manteníamos en las reuniones en las que se decidía el contenido de cada número del periódico y se acordaba el tema y la orientación del artículo editorial. También las discusiones, más fuertes, de las reuniones trimestrales de todo el equipo. Hubo momentos difíciles, casi de ruptura. Pero Labordeta siempre estaba allí para conciliar a todos y, si no lo conseguía, para apoyar a los que decidían seguir adelante con aquella hermosa aventura que fue Andalán y se comprometían con ella. También estaba en los momentos económicamente difíciles, en los que la recaudación de un recital suyo en Barcelona o la venta de las serigrafías que nos regalaban sus amigos artistas nos sacaban siempre del apuro.

Estuvo desde la fundación (yo me incorporé un año más tarde, que fue cuando lo conocí, a la vuelta de la mili en la colonia del Sahara) hasta la disolución de la comisión liquidadora, en 1987, después de pagar todas las deudas.

Villanúa

Cuando los Delgado, Mariano y yo pasamos a saludar a la familia, la que está sentada primero es Paula, la hija pequeña, el ojito derecho de José Antonio. Me abraza y me desfondo. Luego Ana, luego Ángela. Más lágrimas. Juana, siempre mujer fuerte, me consuela: “No digas nada”. Quisiera decirle palabras de consuelo, pero no puedo. “No digas nada…”

Años atrás me encontraba con sus mujeres, sobre todo, en Villanúa. Yo había alquilado una casa a Donato Labordeta, en la misma urbanización en la que su hermano tenía otra. Las hijas eran niñas entonces. José Antonio solía escribir por la noche, así que por las mañanas dormía hasta tarde, mientras Ana, Ángela y Paula se venían conmigo a esquiar en Astún. Ángela se movía con delicadeza sobre la nieve, mejorando la escasa calidad de mis giros. Paula era un terremoto que se lanzaba a tumba abierta. Ana era el equilibrio perfecto entre una y otra. A veces venían también mis sobrinos.

Mi sobrino Paco me ha llamado esta mañana desde Londres. “Hola tío. He leído lo de José Antonio…”

Cuando salgo de La Aljafería y a pesar de mi rodilla renqueante, camino hasta la plaza de Europa. La fila no solo llega hasta allí sino que sigue hacia el interior del barrio de la Almozara. Avanza despacio, cruzándose con las gentes que caminan hacia su final para unirse a ella.

La gente

Lunes 20. He preferido esperar a primera hora de la tarde para volver a La Aljafería, pensando que a esa hora habrá poca gente y quizá la familia esté sola. Juana y las hijas de José Antonio se han ido a descansar; se han quedado solos su hermano Donato y su mujer. Me quedo con ellos. Al otro lado del salón ya no hay autoridades, pero allí sigue Nieves, la presidenta de CHA, que me parece que no se ha ausentado ni un minuto desde que, ayer, trajeron el féretro.

No me canso de ver a la gente que ha venido a despedirse de José Antonio. Es un espectáculo hipnótico. Hay chavales de 15 o 16 años que miran, serios, el ataud; algunos se detienen un instante y levantan el puño. ¿No decían que los jóvenes pasan de política? Hay ancianos que también lo hacen, aunque la mayoría se santiguan. Veo adultos que crecieron con sus canciones; muchos han venido con sus hijos. Uno ha traído su gaita de boto, la hincha y toca unas pocas notas de La Albada y del Canto a la Libertad. Otros dejan en el suelo un clavel, papeles con poemas, cintas de la cuatribarrada, una pequeña bandera republicana… La mayoría pasan discretamente. Han hecho fila mucho rato, pero nadie se queja cuando los servicios de protocolo les detienen un instante para que, por ejemplo, el arzobispo rece una oración; también discretamente. Luego sigue el lento desfile. Miro los ojos de los que pasan y no puedo evitar conmoverme con ellos.

Poco a poco las sillas del lado de la familia se van ocupando. Viene Luis, el hermano de Juana. Es hora de marcharme.

Por la noche veo en la televisión a los miles de aragoneses que han acudido a cantarle a las puertas de La Aljafería. Mi rodilla no me permite acompañarles y lloro, de nuevo, en soledad.

Adios, amigo.