06/07/2011

Líbrenme los dioses de los fundamentalistas

Hace unos meses, leí en un libro de Martin Amis (El segundo avión, 11 de septiembre: 2001-2007) una curiosa explicación de los lazos que unen contra viento y marea a Estados Unidos e Israel: los seguidores de grupos neoconservadores y ultrarreligiosos (son multitud) tienen la firme convicción de que hay que apoyar a Israel, “no porque sea la única semidemocracia en la región de la medialuna, sino porque será el lugar donde tendrá lugar el Segundo Advenimiento”. Amis explica a continuación que esos grupos comparten la creencia de que Armagedón, el fin del mundo impío, la derrota del Anticristo, tendrá lugar cerca de la colina de Mejido, a 90 Km. al norte de Jerusalén y 31 Km. al sudoeste de la ciudad de Haifa, por lo que su deber sagrado es conservar y preservar esos santos lugares hasta el caos final, lo que nos hace temer a todos los demás que un cataclismo nuclear o una hecatombe a escala planetaria serían interpretados por esa gente como la confirmación de que el Reino definitivo estaba llegando.

En esta misma línea, a inicios del siglo XX unos teólogos de Princeton fueron publicando una serie de libros llamados “Los Fundamentos”, donde exponían las doctrinas “fundamentales” del cristianismo (dictadas literalmente por dios en las Sagradas Escrituras), independientemente de cualquier interpretación histórica o científica del mundo que resultara ajena o contraria. De ahí surgió el movimiento “fundamentalista”. Su postura de base consistía en creerse poseedores de la Verdad divina, lo cual les obligaba a defenderla a ultranza frente a todos sus enemigos, en un maniqueísmo militante, refractario a cualquier clase de autocrítica, tolerancia o concesión  al adversario.

Sin embargo, no crearon algo nuevo, pues la historia está plagada de movimientos fundamentalistas. A modo de ejemplo, en la Inglaterra posrenacentista hubo un grupo de individuos, llamados “santos” o “piadosos”, pertenecientes a las más variadas sectas religiosas, que promovieron una revolución contra la sensualidad y el relajamiento de la época. Tenían una fe ciega en el cercano advenimiento de la “Quinta Monarquía”, es decir, de Jesucristo, como culminación final de los cuatro reinos principales de la historia universal (Babilonia, Persia, Grecia y Roma), pero lo execrable de este movimiento no eran sus creencias (toda creencia es respetable, mientras respete los derechos humanos), sino su convicción de que todo lo que se opusiera a lo que ellos creían el Reino de Jesucristo en la tierra debía ser eliminado y perseguido, de modo análogo a lo que el Corán recomienda en numerosos pasajes.

En este mismo orden de cosas, Baruch Goldstein, uno de los autores de la matanza de palestinos perpetrada en 1994 en la mezquita de Hebrón, fue un simple ejecutor del odio visceral que rezumaba cada una de las grandes palabras del rabino fundamentalista Meir Kahane, fundador del movimiento ultranacionalista judío Kach. Según defiende este movimiento, todas las tierras mencionadas en la Biblia pertenecen, por voluntad de Yahvé, al pueblo judío. Como resulta que debido a ello hay un enfrentamiento abierto con los árabes, su solución consiste en expulsarlos de la tierra sagrada, si es preciso incluso por la fuerza. Lo que ocurre es que los árabes, a su vez, esgrimen las mismas razones para quedarse y, por consiguiente, para expulsar a los judíos. El obstáculo más insalvable para hallar una fórmula de compromiso entre judíos y musulmanes son sus respectivos fundamentalismos, con toda su irracionalidad: cualquier concesión es interpretada como una traición a la voluntad divina, y nadie debe poner en tela de juicio esta afirmación, pues discrepar entraña el riesgo de poner en peligro la propia vida (piénsese, por ejemplo, en Salman Rushdie).

Todo discurso fundamentalista o integrista requiere la aceptación ciega e incondicionada de unos dogmas y preceptos, y el rechazo visceral de todo elemento ajeno u opuesto al propio sistema. En ningún caso se busca justificar racionalmente las propias posiciones o intentar conciliarlas con otras, más o menos divergentes, sino conseguir la adhesión incondicional del adepto para obedecer, luchar y, si es preciso, morir por la causa. Su objetivo es también proporcionar identidad y seguridad a sus miembros, enredarles en la delirante ficción de que el destino del mundo depende de la firmeza con que defiendan sus ideas. No ofrece conceptos claros y explícitos (se los supone patrimonio de los escogidos como intermediarios divinos), sino la certidumbre de formar parte de los elegidos. Desvanece toda duda, inyecta apasionadas certezas: si acatan las leyes y obedecen las normas, nada tienen que temer y de nada tendrán que responder, salvo ante Dios y sus legítimos representantes.

Resulta curioso ver confirmada de pleno la tesis marxista de que las ideologías (incluida la religión) sirven básicamente de apoyo y justificación a los poderes socioeconómicos y políticos constituidos. Como botón de muestra, en pleno estallido de la Guerra del Golfo, veíamos al presidente norteamericano Bush saliendo del templo tras haber asistido a los oficios religiosos dominicales, donde presuntamente había solicitado de su dios fuerza y ayuda para triunfar sobre el enemigo, y a su contrincante directo, Sadam Hussein, invocando a su dios en discursos incendiarios y suplicándole igualmente que su omnipotencia estuviera siempre de su lado a lo largo de la madre de todas las guerras. En las hebillas de los uniformes de los soldados alemanes de la Segunda Guerra mundial estaba escrito “Gott mit uns” (“dios con nosotros”), y al mismo tiempo los ejércitos aliados creían también a dios de su lado en la lucha por “restaurar la libertad” en el mundo.  Buena parte de los obispos y cardenales españoles bendecían los cañones y los aviones, y animaban a las tropas rebeldes a luchar “por Dios y por la Patria”.

Hoy padecemos nuevas versiones del fundamentalismo en España: Opus Dei, Movimiento Católico Español, Camino Neocatecumental o “kikos”, Legión de Cristo de los Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación y un largo etcétera más. Con ellos está buena parte del dinero, los medios y el poder. Así va el país.