02/02/2021

Repensar España desde sus lenguas

Fernando Romo Feito

 

 

 

 

Ángel López García-Molins

Repensar España desde sus lenguas

Barcelona: El Viejo Topo

2020 (264 págs.)

 

 

Comprender requiere situar el género del discurso y, a ser posible, extraer las claves del propio texto. En este caso el autor declara: “Este libro quiere ser un ensayo, esto es, un género mixto equidistante de la literatura, del periodismo y la ciencia” (p. 229); y añade como rasgo del género la atención al interés del lector actual, aunque libre de la pulsión de la actualidad, más atenta a las noticias que a los problemas.

Sobre la actualidad cualquiera puede opinar y cualquier sandez pasará por importante gracias a los medios de comunicación o las redes sociales; más difícil es que se haga oír una posición articulada y expuesta con sosiego. Ocuparse de los problemas exige solvencia y avalan al autor varios libros desde El rumor de los desarraigados (1985), de los que recordaremos: España contra el Estado (2013) yUn sueño plurilingüe para España (2017); pero también, y esto es menos conocido, que habla el catalán y es autor de una gramática del euskera. Nótese, por otra parte, que este libro, obra de un supuesto esencialista, aparece en una editorial libre de sospecha de reaccionarismo.

El libro avanza por capítulos breves, lo que facilita la lectura, y, en un estilo alejado de la prosa académica, apela de modo conversacional al lector, aunque no escasea en citas y referencias. Esbocemos las principales diferencias que lo articulan: ante un grumo histórico-político-afectivo, solo introduciendo diferencias es posible orientarse.

Primero, los hechos. ¿De verdad España es diferente? El multilingüismo es la regla en el mundo y no la excepción; otra cosa es que España sea plurilingüe, lo que implicaría una actitud diferente del ciudadano ante sus lenguas. A partir de ese arranque la –me parece– principal diferencia del libro, entre español y castellano. No es nuevo afirmar que el español surge como habla de transición entre hablantes de dialectos románicos, próximos todavía al latín, y hablantes del euskera, que ignoran el latín. Como tal, no es, no puede ser lengua materna de nación alguna. El castellano es otra cosa y va unido a la escritura y la creación, a manos de Alfonso X, de una norma literaria culta.

Contradiciendo la geografía española, la Reconquista extiende el español de norte a sur, sin eliminar las otras lenguas, y hasta América, donde, paradójicamente, la corona no hace esfuerzo alguno por imponerlo, más bien defiende la predicación en las lenguas indígenas. De lo anterior se deduce la consideración del español como koiné, vehículo de intercambio y entendimiento, común tanto a España como a la mayor parte de las naciones americanas. Más que lengua nacional, lengua común a varias naciones, transnacional, la comunidad de cuyos hablantes bien puede considerarse una “nacionalidad”, con un cierto sentir y una actitud comunes. Comunidad cuya historia, en el caso de España, es la del desarraigo, que se persigue aquí con cierta extensión.

Al hilo del vínculo entre nación y nacionalismo, precisa distinguir –nueva diferencia– entre nacionalismo cívico y romántico. La Francia de 1789 concibe la nación como conjunto de ciudadanos ligados por las leyes: la nación crea la lengua. Para el nacionalismo romántico alemán la lengua crea la nación, pero entonces difícilmente pueden convivir dos o más lenguas en el mismo territorio. El borrado castellanista, por parte de los noventayochistas, de la diferencia entre español y castellano; el posterior intento, por parte de la Dictadura, de imponer el castellano como única lengua nacional junto con la represión de las demás explica en parte dónde estamos.

Ángel López García-Molins (Zaragoza, 1949), catedrático de Lingüística General de la Universidad de Valencia desde 1981

Pero ya no es el franquismo. El autor discute vigorosamente conceptos comunes en ámbitos nacionalistas: el de lengua propia, el de auto-odio, el “mito del bilingüismo”. En una teórica situación de comunidad autónoma con una sola lengua, la propia, simplemente, no habría problema. Pero la inmigración ha hecho variar la composición social y los inmigrantes trajeron con ellos su propialengua, la koiné. Y entonces las grandes preguntas: ¿son invasores? ¿hasta cuándo serán foráneos? ¿consistirá la solución en, suprimiendo el español de la vida pública, confinarlo en el ámbito estrictamente privado (como, por cierto, pretendió a la inversa el franquismo)? ¿es la inmersión lingüística el método idóneo para la convivencia? ¿por qué no querrían autodeterminarse más tarde o más temprano de la comunidad bilingüe los que, trabajando en y para ella, se sientan excluidos?

Se notará que hemos llegado a preguntas que entran, de lleno, en la actualidad más inmediata. Ni se las elude, ni se niega que la situación en el caso catalán ha empeorado y mucho. Basta confrontar los dos manifiestos del capítulo así titulado y habremos de asentir a lo de la “incomprensión rabiosa de la postura del otro” (p. 199). Lo que nos sitúa ante la necesidad de otra política lingüística, deseable y alternativa. Recuperemos la conciencia de la condición koinética del español, todo lo contrario de impositiva; orientémonos al mutuo conocimiento y respeto entre comunidades lingüísticas, no a la imposición de una sobre otra. El bilingüismo no es un mito; otra cosa es lo variable de los equilibrios que impone. Y, si acentuamos el entender sobre el hablar, ¿tan difícil sería que el ciudadano de las comunidades monolingües fuera capaz de manejarse en las otras lenguas, al menos en alguna? ¿no debería valer para Parlamento y Senado lo normal para el ciudadano de las comunidades bilingües, donde nadie se escandaliza ante las conversaciones mixtas?

Es verdad que el caso catalán se lleva aquí la parte del león –lo que se justifica debidamente–, pero no se ignoran, ni mucho menos, las otras lenguas, sobre cuya situación se recogen reflexiones varias.