ARTE Y CONCEPTO (II): El valor de la confianza y ‘La balsa de la Medusa’ de Gericault

Géricault, ‘Le Radeau de la Méduse’, óleo, 491 cm x 716 cm, 1819, El Louvre
El arte como alegato político se inicia con Goya. Gericault, en pleno romanticismo francés, continuará esta senda y utilizará el cuadro, La ‘balsa de la Medusa’, como protesta contra el gobierno corrupto de Luis XVIII, tras la caída de Napoleón. La confianza, por su parte, se pierde cuando la función se subvierte: si el capitán es el primero que huye del barco; si quien debe velar, se desvela; si dirige lo público el que favorece lo privado; cuando el lobo se convierte en pastor o el borracho es puesto al frente de la bodega…
I
Gericault, La Balsa de la Medusa, 1819
2 de julio de 1816. La fragata Medusa se hunde en un banco de arena, a cincuenta millas de las costas occidentales de Senegal. El capitán de la embarcación y los oficiales de alta graduación se hacen con los mejores botes salvavidas y abandonan a 150 pasajeros y tripulación en una balsa improvisada de 20 x 8’5 m, que es remolcada primero y a la que se le cortan los cabos después, dejándola a la deriva. Trece días más tarde, el 17 de julio, cuando otra fragata, Argus, encuentra a los náufragos al caer la tarde, solo habían sobrevivido quince hombres (los más fuertes, los mejor armados). Escenas atroces de violencia, canibalismo, motines y asesinatos quedaron atrás. Dos supervivientes escriben un relato de lo ocurrido. El clamor popular fue creciendo: se considera este naufragio un símbolo de la corrupción de la Restauración francesa tras Napoleón, capaz de poner al frente de la fragata a un capitán enchufado (un noble emigrado que llevaba sin navegar 25 años) y con una embarcación de la que se conocían sus malas condiciones. El cuadro se pinta tres años después y otros tres tardará en exhibirse. Finalmente, en 1824, el mismo año en el que muere el artista con solo treinta y tres, lo compra El Louvre.
Movimientos, gestos y actitudes, cuerpos en escorzo, distintos estados del alma todos ellos, y manos, sobre todo manos, pertenecientes a un grupo humano complejo sobre un mar embravecido y con un incierto horizonte en el que se divisa, en lontananza, el pequeño mástil de otra embarcación, la que puede suponer el rescate y la salvación. En una única escena, en un exclusivo momento, el paisaje marino y el celaje son trasunto del drama (también hay otros: la esclavitud, recientemente abolida; la bestialidad y la locura). Desde el siglo XVII, el tema del naufragio es símbolo del fracaso del ser humano ante la naturaleza. El instante que elige Gericault para la recreación, y que convierte en movimiento, es el inmediatamente anterior al desenlace (A. Jaubert, La Beauté du Désastre. Art France: Palette).

Aguada preparatoria del cuadro
El pintor francés es un magnífico dibujante. Alquila un taller en el que pueda mover un lienzo de tan gran tamaño y cercano a un hospital del que se surte de cadáveres y miembros en descomposición. Dicen que el taller apesta. Le interesa ver el color de la carne putrefacta. Retrata a supervivientes y a modelos; realiza 40 dibujos preparatorios y se sirve de su viaje a Italia, de sus copias de obras de Rafael y Miguel Ángel, para esos magníficos dibujos y el claroscuro de los cuerpos. Líneas entrecortadas, diagonales y oblicuas, dan cuenta de la improvisada barca en plano inclinado sobre la que se asientan (si así puede decirse) 19 personajes en variadas posiciones, casi todos ellos escorzados e inestables. El aparejo improvisado ha servido para atar una tela al mástil, a modo de tienda de campaña. Una vela cuadrada. En primer plano, varios cadáveres, un hombre meditativo, otro tumbado boca abajo, otro boca arriba con la cabeza en el agua; aparecen algunos sentados. El padre y el hijo, de espaldas a la escena y frente a nosotros. En otro de los grupos, subidos en toneles como pedestales, otras personas agitan grandes retales hacia la fragata salvadora. La luz que se refleja es la natural del atardecer y faculta que la baja posición del sol haga predominar las sombras. Colores primarios, beis y algunos rojos; el abuso del plomo hizo con el tiempo ensombrecer la obra.

Pirámide de la realidad. Escala de la confianza.
Dos son las pirámides que se aprecian. La pirámide de la realidad: el mástil inclinado y el velamen que marca la dirección de los vientos frente a una inmensa ola a punto de romper; es el vector contrario a la salvación. Aquí cadáveres, el padre con su hijo muerto, lleno de clasicismo y de espaldas al futuro, muerto en vida; bajo el mástil, en penumbra, un hombre se tapa los oídos y la cabeza; arriba, otro conjunto apesadumbrado del que un hombre barbado señala con el brazo y su mano miguelangelesca la dirección hacia la fragata de la salvación. La segunda de las pirámides, la escala de la confianza, en la que los moribundos sacan fuerza de flaqueza y se apoyan los unos en los otros, y en un tonel, para alzarse; y, finalmente, en la cúspide, un negro agita un jirón de tela rojo.
II
La confianza
Confucio decía que todo sistema necesita de alimentos, armas y confianza. En grado de necesidad, se podía prescindir de los dos primeros pero no de la última: me fío de que el piloto del avión o el conductor del autobús saben dirigir sus respectivas máquinas; confío en que, en el sistema de seguridad vial, cuando un semáforo está en verde, los coches no van a arrollarme; me fío de que el cirujano sabe operar o de que la moneda tiene un valor fiduciario… Toda organización debe admitir algún incumplimiento (¿cómo si no los yogures llegan a los supermercados o, mal aparcado el coche, la niña es conducida a la guardería?) pero, si ese mismo incumplimiento es la norma, el sistema se hunde, pierde su legitimidad.
El DRAE define la palabra confianza en su primera acepción como “esperanza firme que se tiene de alguien o algo” y confiar como “encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa”. Según Marina y López Penas (Diccionario de los sentimientos), se trata de un sentimiento relacionado con el futuro y que tiene que ver con la esperanza ya que, si se carece de ella, sobreviene el miedo y la frustración. Requiere la confianza, por tanto, de un mínimo conocimiento sobre quién o qué se deposita a la par que una razonable expectativa de futuro.
La raíz de la palabra es el término latino fides con origen indoeuropeo y significado de ‘obedecer’, ‘persuadir’ (muchas palabras castellanas derivan de aquí: fe, fianza, deshaucio, federación, fidelidad, perfidia…). En el culto romano, la personificación era la Bona Fides, simbolizada en muchas ocasiones con un par de manos tendidas porque confiar es poner la fides en algo, en el cumplimiento de un pacto.
¿Y si alguno de los componentes falla? Nace entonces la des-confianza. Nos puede estar ocurriendo a lo largo de esta pandemia que vivimos: se sospecha del experto y su capacidad; no se cree en la intención honesta del político; se declaran reticencias a las vacunas (ya en el año 2019, la OMS declaró este temor como una de las Diez Amenazas a la Salud Mundial); se pone en duda las medidas restrictivas… si este comportamiento se generaliza, será imposible acabar con la COVID-19. No tengo nada contra la sospecha; al revés, me parece saludable. Sin embargo, despierta todas las alarmas que, ‘purificada’ la tierna confianza por el miedo, pasemos a creer a pies juntillas en el cuñadismo, el charlatán, el pseudocientífico, el agorero de males… Y es que no es lo mismo la sospecha que la inteligencia crítica.
En su carta a Meneceo, decía Epicuro: “Lo que nos ayuda no es tanto la ayuda de nuestros amigos cuanto la seguridad de que nos ayudarán”. Por extensión, la solidaridad comunal, valor fundamental al que se nos tiene desacostumbrados, es el cañamazo de la confianza. Saberla depositar es todo un ejercicio curativo: en peores cestos hemos dejado reposar los huevos.
En la Balsa de la Medusa, uno de los grupos abandona toda esperanza. El otro, apoyándose sus componentes entre sí, agita confiado los jirones de ropa. Será este último el que consiga ser avistado por la fragata salvadora.