Libros hacia el verano (I)
Con mucho retraso por otros trabajos que los jubilados seguimos haciendo gustosos pero lentos, aportamos algunas lecturas interesantes. Hoy, poesía. Un sendero sin límites, que nos acerca a viejos y nuevos amigos: José Luis Rodríguez, Antón Castro, José Retortillo, y los poetas portugueses contemporáneos.
José Luis –Pepo, viejo amigo, militante en el Andalán de papel, estupendo poeta filósofo y gran persona—Rodríguez García, nos visita con un libro mínimo hondo y duro, y luego además otro libro denso, duro y no menos hondo.
El primero, -lo glosaremos con sus propias palabras- se titula Almanaque de la intemperie (Madrid, Papeles mínimos). Y, como todos sabemos, mucho peor que la física del frío y la lluvia, la nieve y el viento, es la intemperie moral que en este siglo nos ataca. Por eso el autor recorre toda su memoria viva. No podrá prescindir de haber nacido en España, donde aún pueden contemplarse cruces y fotos de asesinos en el pórtico de las basílicas; y revisar los sueños de su infancia, donde algunos destilaban su roña académica, mientras jugaba al fútbol o estrellaba un viejo Volkswagen. Pero la historia no resulta ser un desfile de carruajes dorados, y no amaba todavía los libros. Luego sí, luego todos.
Porque por ahí andan Hemingway, Faulkner y Rilke, las historias del Corto Maltés, las melodías de Chopin por Maria Joâo Pires, y un fado en Coimbra (¿puede pedirse más, caminando hacia un otoño terrible?), pero también Woody Guthrie y Charlie Parker, los Stone y la Credence, y gente tan cercana como Pino Domaggio.
¿Con quién podrá, pues, hablar? Porque le han desvalijado el alma desdichada y está harto de oír que se acerca la revolución como un tornado negro; y son ya sombras amortajadas cuyos teléfonos están apagados para la eternidad, y su tiempo se ha consumido como una colilla. Es muy triste, sí, pero qué hermosa poesía, para salir de esta inmensa depresión.
El segundo, Postutopía (Prensas de la Unizar), es filosofía impura, gran tesis de autor, lo dicho arriba pero razonado, como si los sentimientos, ay Schopenhauer, pudieran razonarse. Se nos explica, combinando ideas y autores, que las utopías han perdido su papel emancipador, y lo que queda es la sumisión política. Desfilan Séneca (“uno de los personajes más fascinantes de la historia de la filosofía”), Tomas Moro o la quebradiza obra de Rousseau, y Flaubert, cronista de su época; y O’Neill y Beckett, y una biblioteca interminable de filosofía con Mennheim, Nietzsche, el casi beato Ernest Bloch y nuestro bienamado W. Benjamin, o los cascarrabias Heidegger y Sartre. Como la que hizo enloquecer a don Alonso Quijano.
Se recorren diferentes caminos, de la Modernidad a la desesperanza, viajes que exigen alejamientos, islas, trasmundos y montañas mágicas. Y el espejismo de la Ciudad Ideal, utópica, como símbolo y emblema. Porque es ya la Historia un saber que debía situarse más allá del mero contar las aventuras pasadas, pero nunca será definitiva, a pesar del enorme salto que dieron personajes poco profesionales de la Historia como Marx y todos los socialistas utópicos. Y la ficción suavemente científica de Huxley o Bradbury y todos los samuráis del mundo.
Y al despedirse, tras deconstruir y recapitular unas cuantas veces y recomenzar, dice el profesor tocando levemente su sombrero, que la aventura intelectual exige desafíos que pueden parecer provocadores, pero que no lo son.
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Tras estos compases dobles, nada más reconfortante que una sauna leve y musical, que es lo que Antón Castro nos ofrece en El cazador de ángeles (Olifante). Leí el libro entre los primeros, emocionado y feliz, y escribo tan tarde, que ya se han escrito una docena de buenas reseñas. Apenas diré cómo impone escuchar el canto máximo de un gran poeta, contador de historias, sensible por demás, que hace memoria disfrazado de gorrión, cogujada o alondra.
En breves episodios, evoca Antón su Arcadia ideal, un pueblo cerca del mar, una infancia enamoradiza, con honda, tirachinas y pistola de palo; a la sombra del padre recordado en el tiempo de las confidencias, las fantasías y las ausencias; antes de irse a Suiza a escribir cartas. Y por él conoce a Saturnino, el cazador de estrellas que las conoce a todas; sabe de los aparecidos, los mendigos y las salamandras. Y se remonta al abuelo, cuyo huerto guarda cerezos, ciruelos, manzanos, y una parra trepadora.
En esta hermosísima autobiografía poética, listón de madurez, Antón desgrana recuerdos y recuerdos, de cuando el mundo era un festín de formas y sabores, y tantos muertos. Y regresa a tiempos recientes, cuando los hijos heredan sensibilidad y amores, y traban Riazor con el Alcoraz. O, tan transparente, el eco de Miguel Labordeta, y el hecho de que un hombre de treinta años pida la palabra… y salga al jardín de su imaginación. De vez en cuando cruza una bicicleta esos recuerdos, pasea, queda en un ribazo, espera. O le habla a Vicente Almazán, amigo muerto, de sus fotos surgidas de la nada, gran conjuro. Y esboza una vez más la ebriedad morena de una gran pintora a la que ha de dedicar un libro, Lita Cabellut. Y habla del dibujante que tanto y bien le acompaña en muchos libros, Javier Hernández, un hombre de ida y vuelta, raíces argentinas, y España en el corazón. Y Eva Armisén, la dibujante con el pelo alborozado; Rosendo Tello maestro del decir con palabras de música. Y otros, pintores, fotógrafos, amigas y compañeras, como aquella mujer indomable en el claro del monte.
El libro cita a grandes pensadores y poetas, Gracián y Bécquer, nada entre semblanzas, y va dedicado a sus más cercanos: hijos, amigos, más muertos, ay, Félix Romeo, siempre gran anfitrión. Y Javier Delgado, es cierto: ojalá supiéramos estar más con ellos. El hombre maduro que añora infancias, arriesga un aria erótica impresionante en Canto corporal. O en otros sueños desvelados, en siempre tentadores hoteles. Canta a ciudades: Soria, Santander, Venecia, Zaragoza; o Calamocha. Y una vez más, Galicia, desde un faro, desde Finisterre, para al fin encarar al virus, con pánico enmascarado.
Y, al final, como en un juego de escondite infantil, decirnos misteriosamente: Sé dónde estás y qué ves. Al niño grande, que regresa siempre a su país de brujas y cuentos, en el que, no lo dudamos, las sirenas son más bellas cuando las imaginas.
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La sencillez hecha poesía, con tesón -anterior al título-, décadas antes, apila muchos libros ya de José Martín-Retortillo, que en Canto tenaz, pastor perdido (Huerga & Fierro) afina mucho las palabras, para adentrarse también en nuestro tiempo, con la soledad del ermitaño. Porque, nos dice, solo el canto serena, como aguarda un anciano la primavera. Arriban días difíciles, airadas tormentas de estrépitos. Resulta España una corrala de grillos, aunque nadie gana la guerra. Pero las palabras vuelan como vencejos, y ¿quién alivia el dolor del mundo?
Por eso, aconseja: Nunca olvides de dónde vienes. No será muy distinto de adónde vas. Ya nos dijo Machado, que debíamos mirar “estos días azules y este sol de la infancia”. De modo que, insiste: Mantén firme el aire del sosiego.
¡Aupa Huesca!, Josete, compañero, aunque bajemos otra vez a segunda, con mucha dignidad y mucha decencia.
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¿Dónde mejor referir un libro singular, acorde con nuestros poetas? El diplomático extremeño Luis María Marina ofrece en De la epopeya a la melancolía, sus estudios de poesía portuguesa contemporánea (Prensas de la Unizar). Aborda un tiempo de trincheras y nuevos caminos, en el que no puede olvidar a los que elige, muy bien, quince grandes del siglo XX, de los que preferimos a Verde, Pessanha, Pessoa, Sá-Carneiro, Jorge de Sena, Andrade, Graça Moura, y la fascinante dama de nombre, vida y obra exquisita: Sophia de Mello Breyner Andresen. No estaba todo dicho, y las nótulas saben a poco, de magníficas.
Pero tras los maestros, pasa a estudiar con interés y detenimiento a sus seguidores: Ramos Rosa (la desnudez radical de esa patria que es la palabra), Nora Mitrani (bellísima historia de sus amores con Alexandre o’Neill, dos grandes surrealistas amigos de Bretón), Alberto de Lacerda (exilio, divinidad y luz), Costa e Silva (elegíaco, del soneto a la prosa poética), Rui Knopfli (activísimo, apasionado mozambiqueño), Nuno Júdice (de monumental obra, para definir su propia tradición), Daniel Faria (la tierra, lo absoluto, la palabra) y otros aún más jóvenes. Los estudia, compara, relaciona, ubicándolos en un árbol de familia. Esa tradición lusa que acaba por confluir con la mejor del modernismo europeo. No olvida a la recién premiada en España Ana Luisa Amaral, hasta ahora sólo editada aquí, se nos dice, por Olifante (¡Felicidades, Trini Marcellán!). “De mirada diagonal a las cosas… ha alcanzado un absoluto dominio de su personalísima mirada sobre lo real”. “De esos instrumentos pessoanos de lenguaje se sirve Amaral para llevar a cabo una cuidada tarea de apropiación y más tarde reconstrucción de los mitos fundadores dela nación portuguesa y su universo literario”, nos dice el autor de este libro, no sólo documentadísimo, sino muy maduro, profundo, que va y viene de unos a otros, qué dicen de los otros, cómo se escuchan y siguen.
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