Siempre te recordaré, José Antonio
En octubre de 1949, con diez años de edad y una maleta de madera, llegué al internado del colegio Santo Tomás de Aquino de Zaragoza, en la calle del Buen Pastor, para comenzar los estudios de bachillerato. La familia Labordeta-Subías me acogió como a un hijo huérfano (mi madre había muerto recientemente) y me consideraron como un miembro más de la familia. El temor y respeto que imponía don Miguel padre, fundador del Colegio, desaparecía cuando pasaba su mano por tu cabeza y descubrías en sus labios una escondida sonrisa.
José Antonio y Donato eran los hijos menores -uno cursaba quinto curso y el otro segundo-mientras que Miguel y Manolo ya eran licenciados y nos impartían clases. En el estudio de las tardes nos juntábamos en la “vela” todos los cursos y cada uno se sentaba donde podía. A mí me gustaba hacerlo en la parte trasera, junto a los alumnos mayores, y en muchas ocasiones coincidía al lado de José Antonio y de su amigo Vicente Cazcarra que por su altura no parecía de quinto curso. Una tarde, José Antonio observó mis cuadernos y me dijo que tenía muy buena letra, y añadió: “Ya verás como se te estropea con el tiempo. Yo también tenía buena caligrafía”. Otra tarde, viendo que intentaba escribir una poesía para el concurso literario que el Colegio organizaba, me explicó que no buscara que los versos rimaran como si fueran jotas, que lo importante era el significado de cada palabra. Aquel año me concedieron un accésit en mi categoría y él ganó el primer premio en la suya con un poema que yo, con mis reciñen cumplidos once años, no entendía. Su poema lo publicó la revista Samprasarana.
Pero donde se veía al José Antonio dicharachero, amable y campechano, era cuando por las noches, después de cenar, se pasaba de su casa al internado en donde algunos estábamos estudiando voluntariamente en una sala especial. Con frecuencia traía su harmónica y sin levantar mucho alboroto nos tocaba canciones populares y melodías de películas famosas como la de Solo ante el peligro. El sonido de su harmónica se mezclaba con las voces de los hortelanos que en los alrededores del Mercado Central descargaban su mercancía y con las campanadas de la torre de San Pablo que anunciaban el cambio del día. Todos estos recuerdos los cuento en el libro Izquierdas y derechas en donde José Antonio y su amigo Vicente son los protagonistas.
Hace cuatro años, al enterarme de que el colegio que su padre fundara el año 1920 cerraba sus puertas, visité a su último director, Donato Labordeta, y le comuniqué la idea de escribir un libro que contara su historia (proyecto que tiempo atrás me sugirió Eloy Fernández), como homenaje a una familia que durante ochenta y seis años supo hacer de la enseñanza su vocación sin esperar hacer negocio con ella; colegio que en la época de la Dictadura fue pionero en muchos aspectos culturales y didácticos. En el libro, que se tituló Grabado en la mente, José Antonio glosa la figura de su padre, fallecido prematuramente a los cincuenta y dos años, del que dice que todos los que pasaron por el Central lo recordaban con cierto mitologismo.
Este verano, tras leer su libro Regular, gracias a Dios, que tantas emociones y recuerdos me produjo, le envié una carta con mi opinión sobre él. Y a finales de agosto recibí una postal en donde con la guitarra en el brazo izquierdo, y el derecho en alto con la mano extendida, daba a entender que se despedía de sus amigos con un gran abrazo. Emocionado le remití una fotografía que le hice en su añorado Belchite, delante de la derruida iglesia de San Agustín, una mañana dominical de diciembre en donde un grupo de escritores y amigos, convocados por Mariano Gistaín, nos reunimos para hablar de nuestros libros. Diez días después de este envío me desperté con la triste noticia de su fallecimiento. No se si llegó a ver la fotografía, pero yo le escribí que siempre era agradable recordar los buenos momentos. Estoy seguro que todos sus amigos lo recordaremos constantemente.