Las pesadillas de Pau
Pau Gilabert se despertó otra vez envuelto en un sudor acre y amargo. Las pesadillas habían regresado. Durante los últimos años, el sueño se había convertido en un ciclo diabólico que alternaba el descanso con visiones aterradoras de carácter profético. Pero últimamente dormir, equivalía para Pau a sumergirse en una montaña rusa de emociones extremas que le guiaba por un recorrido sembrado de espectrales relojes dalinianos que se derretían a su paso. Pau no quería interpretar sus sueños. Tenía miedo a conocer los motivos por los que cada noche pasaba a formar parte de una función delirante plagada de personajes semi-humanos que usaban la metáfora para comunicarse con él.
Su mujer, Dolores, insistía en que debía acudir a un especialista. Quizás un psicoanalista que pudiera despejar las telarañas de su subconsciente buceando en los recuerdos de una dura infancia. Estaba realmente preocupada por su marido al que escuchaba farfullar entre sueños frases inconexas que parecían parte del guión de una conversación con un interlocutor mudo. Le rompía el alma ver como se levantaba cada día con unas ojeras malvas e hinchadas que enmarcaban la cadavérica mirada del hombre que tanto amaba y sentirse impotente para proporcionarle un poco de reposo.
Mientras tomaban el negro y humeante café matutino, ella le observaba de soslayo. Había renunciado a hacer preguntas. Las respuestas de Pau le arrastraban a una realidad alternativa salpicada de sombrereros locos y medusas parlantes que le producían vértigo. Tenía la sensación de que sus sueños habían conseguido burlar la frontera de lo onírico para apoderarse de él a tiempo completo. Por norma, Pau cumplía silenciosamente con las rutinas cotidianas. Se aseaba, desayunaba y posaba unos labios fríos en la frente de su compañera a modo de despedida antes de marchar al trabajo. Pero algunas veces era diferente. Como hoy. Sabía que ella reconocía sus gestos, sus ausencias, como síntomas de una enfermedad mental que le estaba sunsiendo la alegría de vivir. Se equivocaba. Al principio de las pesadillas, también él pensaba que eran fruto del estrés o de alguna patología psicológica. Quizás fuera la herencia. Su madre había muerto cuando solo era un niño pero aún podía recordarla como un ser frágil, ajeno a nuestro mundo, que habitaba en las fantasías de las novelas que leía convulsivamente. Un día, al volver de la escuela, la encontró colgada de una viga del salón, como una muñeca rota. Nunca pudo olvidar la sonrisa triste que dominaba su rostro. Su padre decidió que solo era una mueca producto de los últimos estertores. Que este era el trágico desenlace de una depresión profunda. Pero es que él no la conocía ni la amaba como Pau.
– Ha sido una noche desconcertante.- espetó entre sorbo y sorbo esquivando los ojos de Dolores- demasiado realista para un sueño.
A ella le recorrió un escalofrío. Le turbaba muchísimo escuchar los periplos nocturnos de su esposo. Era una mujer racional con los pies firmemente anclados en el suelo. Sin embargo decidió que debía preguntar.
-¿De qué trataba esta vez?- su voz intentó sonar despreocupada.
– Muertos. Una nube descomunal de cuerpos muertos que avanzaba desde África y cubría los cielos del hemisferio norte.- Dolores trató de no atragantarse. De aparentar una tranquilidad que hacía tiempo le había abandonado.
-¿Una nube de muertos?
– Llovían sobre nosotros. Hombres, mujeres, ancianos y niños de piel negra y descoloridos cabellos. Formaban enormes chubascos encima de las ciudades, los campos y las playas para luego precipitarse sobre la gente. Había que tener mucho cuidado.
-¿Cuidado?
-¡Claro mujer! Yo caminaba bajo las cornisas, todos lo hacíamos. Intentábamos buscar algún lugar donde poder cobijarnos pero las puertas estaban cerradas a cal y canto así que….- Pau se dirigió hacia la ventana y observó el firmamento limpio y despejado- Así que era inevitable que te salpicara algún cadáver. A mí me alcanzó el de un menudo bebé que rebotó contra la acera para incrustarse en mi pecho. Me hizo mucho daño.
-¡Es horrible!- Suspiró ella mientras deseaba con todas sus fuerzas que no siguiera hablando.
– Sí, lo era. Estaba aterrado lo confieso. Y, ¿sabes qué era lo peor? Al principio sus rostros estaban difuminados pero, cuando se estrellaban contra el pavimento, podía reconocer las rasgos de algunas personas queridas.
-Pero, ¿no eran negros?
– Sí, sí. De color azabache. Aunque si los mirabas detenidamente podías ver las caras de familiares o amigos camufladas bajo el tinte oscuro de su tez.
Dolores permaneció muda ante el diario abierto en el que intentaba garrapatear un crucigrama. La punta de su lápiz se quebró contra el papel. Se percató que, de forma inconsciente, había dibujado un monigote en una esquina de la página. Apenas era un borrón pero podía adivinarse que el muñeco colgaba suspendido de un esquemático patíbulo. Lo tachó espantada hasta desgarrar varias hojas del periódico. Su marido la contempló conmovido. Detuvo su mano y la besó largamente. Después se encaminó a sus quehaceres diarios.
A ella aún le quedaba un poco de tiempo antes de acudir a sus tareas. Decidió poner la radio, escuchar algo de música podría relajarle y ayudar a olvidar la locura que Pau le había relatado. Estaban echando el parte informativo matinal. De pronto, el locutor comenzó a hablar sobre la hambruna que asola el Cuerno de África. Cientos, miles de cadáveres a causa de la inanición. Muertos de hambre para remojar en el tazón del desayuno. Como pétreas magdalenas para nuestros insensibles paladares occidentales capaces de tragarnos cualquier cosa. De repente, las pesadillas de Pau cobraban vida. Después de todo, tenían un sentido.
A pesar de que el sol inundaba el dormitorio por el balcón abierto, la mujer buscó una gabardina y un paraguas. Se prometió a sí misma que, lloviera lo que lloviera, no permitiría que su marido se calara hasta los huesos. Salió corriendo tras sus pasos. Solo quería protegerlo.