El germen nuclear de una cultura política autoritaria

¿Puede un Ayuntamiento democrático decidir si en su territorio se implanta un cementerio nuclear a expensas de lo que piensen las localidades vecinas? ¿Y dónde situamos los límites de esta vecindad? ¿En la provincia, en la Comunidad Autónoma, en el Estado o dónde? Paremos aquí, porque podríamos seguir… Este es un debate de rabiosa actualidad en esta democracia postfranquista que nos ha quedado. También fue un debate que se planteo cuando el Plan Energético Nuclear de Su Excelencia vio la luz en 1975. Si la ciencia política española fuera de la mano con la historia contemporánea, y si la historia contemporánea se preocupara más por la cuestión nuclear y el medio ambiente, nos daríamos cuenta de lo interesante que resulta jugar a quién es quien. Treinta años más tarde, como si de un documental de Joaquín Jordá se tratase, volvemos a tener un conflicto planteados en los mismos términos.

Cuando se decidió por orden gubernativa, y en ausencia total de concertación social, proyectos de centrales nucleares en 1975, muchas localidades lo vieron como una oportunidad para salir de su crisis, del petróleo. Como una cantera de empleo y como freno a la despoblación rural. Cuando el alcalde de Escatrón en 1975 luchaba para que su localidad fuese nuclear, casi todo el Bajo Aragón pretendía lo contrario. Hoy parece que un cementerio nuclear en Ascó parece ser la solución a los mismos problemas. Martínez Alier, Mario Gaviria, Pedro Costa Morata, y muchos más, conocen las historias de resistencias. Todo eso está escrito casi en cada número del viejo Andalán, en Triunfo, en Alfalfa, en la prensa oficial y, cuando no, en libros autoeditados. A la instalación de las centrales, se opusieron vecinos del interior de esos pueblos y de muchas localidades vecinas. Más aún, los regionalistas plantearon la cuestión en términos de soberanía, independientemente del signo político, aunque con cierta vanguardia en los más progresistas (antes de saber que acabaría todo con unas elecciones). Los actores políticos, que hoy se reclaman esa capacidad de decisión al poder local y central, no son más que las comunidades autónomas.

Está claro que no hemos conseguido encontrar los cauces de concertación social adecuados. Entre 1975 y 1977, lo que se reclamó fue una «gestión democrática del medio ambiente,» porque hasta esa fecha era una forma autoritaria la que todo lo dominaba. Hoy muchos de los plenos que han redactado mociones a favor y en contra, dicen ser democráticos. Sin embargo, si creemos que las generaciones que están por venir tienen derechos, ¿qué tipo de democracia ambiental podemos plantearnos? Si pensamos en cuestiones de ciudadanía ambiental, ¿podrán unos pocos concejales decidir sobre la salud ambiental de las personas afectadas? Está claro que debemos responsabilizarnos de la escoria nuclear que nos calienta, pero ¿quién es más responsable?

En materia de energía, muchos ciudadanos luchan por el derecho y la obligación de apostar por energías limpias, renovables y ambientalmente lo mas inocuas posibles. Y la energía nuclear, como ha dicho aquí Ana Cuevas, no lo es. Ya se sabía hace treinta años, pero todo se olvida. En cuanto a lo político, está claro que nadie que no existe puede decidir. Pero el consenso o la concertación social en la cuestión nuclear no debe reducirse a un centenar de personas o a las disputas políticas por las competencias. Un ayuntamiento no debería tomar la decisión que implica a una comunidad próxima, ni una comunidad si esto daña a las vecinas. El debate nuclear no puede saldarse dando voz a los que se benefician directamente del proyecto y quitársela a los que deberán velar por que los riesgos imaginados no se hagan realidad. Nuestra democracia todavía es incompleta y nuestro modelo económico desarrollista.