El discurso de la neutralidad, una falacia intelectual y moral

El ratón, posiblemente, no apreciará una postura neutral
Hace unos meses se difundieron entre el mundo bibliotecario unas pautas deontológicas de la IFLA (International Federation of Library Associations and Institutions) con el objeto de aportar un marco de reflexión para los y las profesionales ligados al mundo de la documentación. En el punto cinco figura una consideración asociada a una vieja idea: la neutralidad. Dicho apartado lleva por título: “Neutralidad, integridad personal y habilidades profesionales”. En él se declara: “Los bibliotecarios y otros trabajadores de la información están estrictamente comprometidos con la neutralidad y con una postura imparcial en relación a la colección, el acceso y los servicios (…)”. La definición del término Neutral es, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, “que no participa de ninguna de las opciones en conflicto.”
Esta creencia, en el sentido orteguiano del término, tiene cierta tradición en la disciplina y la profesión. Posiblemente, por una parte, debido a un componente epistemológico: un campo de conocimiento con una marcada orientación positivista, que asume la ideología de que los datos son objetivos per sé, o que los discursos –la documentación- que se manejan en bibliotecas o centros de documentación son asépticos por lo que apenas problematiza la relación conocimiento-sociedad. Por otra, este discurso se basa en la idea de que los y las profesionales pueden actuar al margen de posicionamientos ideológicos, lo que no es real: nuestras decisiones siempre tienen una dimensión ética y política. Tanto una “actuación” -por ejemplo, impugnar el discurso de la neutralidad– como mantenerse “neutral” (una “no actuación”) están ideológica, políticamente situadas.
Estos supuestos, entre otros, nos conducen a una profesión que cree, como dicen estas recomendaciones, en la posibilidad de mantenerse “imparcial”. Efectivamente, si se opera con sistemas de clasificación sin ponerlos en relación con las comunidades que los generan en su propio beneficio o el contexto ideológico y cultural en que surgen; si las bibliotecas asumen unidimensionalmente la tecnología sin analizar sus múltiples facetas (como instrumentos de control, canal de consumo, etc.); o, en fin, cuando un ejercicio ineludible de transparencia en la organización de las unidades informativas o bibliotecas se identifica con el eficientismo economicista… nos encontramos con unos ámbitos en los que predomina una praxis más técnica que reflexiva a nuestro entender. Pero no desideologizada, o “neutra”, como pretende orientar la ética profesional. En las instituciones educativas, culturales, etc., se dan enfrentamientos sociales e ideológicos mediados por el conocimiento o la cultura: se trata de un saber que no es “neutro” ya que está impregnado de valores de clase, de género, de raza, etc.
Si se fuera más allá de la aplicación de la doxa tecno-gerencialista, podría cuestionarse, por ejemplo, la autonomía e independencia del conocimiento cuando empresas o bancos se encuentran parasitando recursos públicos en beneficio privado; o procesos de privatización del conocimiento en manos de monopolios y multinacionales de la edición, o mediante leyes de propiedad intelectual y patentes abusivas, o a través del cobro de tasas por determinados servicios, etc. O cómo, demagógicamente, la satisfacción del cliente sustituye procesos educativos más complejos y responsables con la dimensión de lo público como construcción social. Las bibliotecas, como parte de la esfera pública, están siendo objeto de devastadoras medidas neoliberales como falta de financiación, privatizaciones encubiertas (subcontratas) o la violencia de regirse por parámetros de mercado. Frente al obsceno saqueo de lo público, como bien común y como ideología, mantener el discurso de la neutralidad supone legitimar ideológicamente la –desigual, asimétrica- relación de fuerzas existente. Se trata de un discurso falaz, ideológicamente situado.