02/06/2010

Albert Camus, un escritor a releer

Hace ahora 50 años, en 1960, Albert Camus moría trágicamente en un accidente de tráfico. Tenía 46 años. Escritor comprometido, periodista, novelista, filósofo, dramaturgo. En los momentos actuales, recordarlo y leerlo puede ser una forma de volver la atención hacia las grandes cuestiones, esas que la crisis que nos embarga nos hace ver que habíamos olvidado, enfrascados en el consumo y la frivolidad de tantos proyectos fútiles e innecesarios.

 Camus, en su compleja personalidad, fue un humanista, un moralista, un idealista. Partiendo de su infancia en Argelia hasta el Premio Nobel de Literatura obtenido en 1957, su preocupación por lo absurdo de la condición humana se refleja en obras como “El extranjero” (novela), “Calígula” y “El malentendido” (teatro), o “El mito de Sísifo” y “El hombre rebelde” (ensayos). El compromiso político le lleva al partido comunista, a apoyar a los republicanos españoles, a luchar contra el fascismo y el hitlerismo, a plantearse en “Los justos” los límites de la revolución.

 En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Camus pronuncia palabras que vuelven a tener actualidad y que invitan a pensar:

 “Cada generación, sin duda, se cree llamada a cambiar el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo hará. Pero su tarea es acaso más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida donde se mezclan las revoluciones derrotadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías agotadas, donde poderes mediocres pueden hoy destruir todo pero no saben ya convencer, donde la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse la sirviente del odio y de la opresión, esta generación ha debido, en ella misma y alrededor de ella, restaurar, a partir de sus propias negaciones, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”.

 También su novela “La peste”, con sus significados simbólicos, mantiene su actualidad, con su advertencia de cómo el desarme ideológico, la renuncia a los principios, la comodidad, la insolidaridad, tienen sus peligros. Esa ciudad donde los conciudadanos trabajan mucho, siempre para enriquecerse. Donde, muy razonablemente, reservan los placeres para el sábado por la tarde y el domingo, procurando los otros días de la semana ganar mucho dinero. Esa ciudad tranquila y confiada donde empiezan  a aparecer en las calles ratas muertas como aviso de la peste, que se extiende y que cambia la vida de sus habitantes. Cuando concluye la cuarentena, todos los ciudadanos intentan creer que la peste puede llegar y partir sin que el corazón de los hombres haya cambiado.

 Y la novela concluye: “…el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede quedar durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, en espera pacientemente en las habitaciones, las bodegas, los baúles, los pañuelos y los papeles, y quizá vendrá un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en una ciudad feliz”.