Hacia una transición postfranquista
La escasez de personas que se han manifestado junto a los sindicatos oficiales en una jornada que pretendía denunciar nada menos que una reforma constitucional parlamentaria demuestra que la ciudadanía no consiente los modos. Diagonal se pregunta si estos han entendido que las reglas han cambiado. Como diría un indignado: estos sindicatos no nos representan. El movimiento popular, masivo y ciudadano en torno al 15M ha desintegrado las formas políticas de representación postfranquistas, es decir, aquellas que fueron pactadas tras la dictadura franquista. No se puede emplear el adjetivo de «democráticas» porque no lo son, a la vista del repertorio de acciones políticas que ha culminado con un cambio constitucional impopular, sin consenso, ni siquiera dentro del mismo parlamento. Este hecho ha puesto en evidencia que dos opciones políticas, más o menos complementarias, pueden cambiar las reglas del juego mientras pacten entre ellas, excluyendo al resto.
Sin entrar a reflexionar qué significa el terror político y cómo este se manifiesta, en este periodo postfranquista se ha puesto en evidencia como el sistema político de representación puede instrumentalizar el terrorismo primero, para sus propios fines de construcción del Estado, para después prohibir partidos que les disgustaban. La persecución y la vigilancia a la que han sometido a los movimientos ciudadanos ha sido digno de cualquier dictadura. Sus archivos ilustrarán a los historiadores del futuro, como los archivos de los servicios de represión franquistas lo han hecho con nosotros. Incluso la tortura policial ha seguido escandalizando a ojos extranjeros a lo largo de estos treinta años de nada. Porque de nada servía tener estudios, ya que todo pasaba todavía por las redes clientelares. Pensar y reflexionar, siempre y cuando pretendiese ser productivo, equivalía a morirse de hambre, en caso de no contar con padrinos, o renunciar a los derechos laborales elementales, en el caso contrario, es decir, de someterse. La corrupción cambió de señorío, pero siguió siendo el engranaje del sistema. La emigración de los talentos sólo es el inicio de nuevas formas de exilio forzado a la que nos hemos visto obligados. Desconocemos cómo ni bajo qué condiciones podremos volver. La miseria y la precariedad de las generaciones posteriores al reparto de escaños de los setenta nos demuestra que estamos al margen. De nada sirve que me pueda casar una persona de mi mismo sexo si ninguno puede tener una vivienda digna en su vida. De nada sirve reciclar si todavía siguen pensando en inundar zonas pobladas, trasvasar ríos de un lado a otro, alargar las viejas y peligrosas centrales nucleares del biofascismo, destrozar bellezas naturales con fines turísticos o contaminar a más de 200 km por hora. Para qué aprender vasco si todavía hay lenguas maternales que se mueren por orden administrativa. Y para qué ser socialista con corona.
Bajo estas circunstancias, solo podemos forzar la disolución de un sistema tan perverso, como antaño, desde abajo, de forma solidaria y entre todas las personas, contando todas lo mismo, sin jerarquías y sin servidumbres, del barrio al mundo. Determinar cómo romper con las instituciones del pasado, reformarlas o crear otras nuevas no será fácil. Sin embargo, como nos han transmitido los que perdonaron sin olvidar, esta vez habremos de juzgar a los responsables de la situación. Para que no vuelva a repetirse la misma historia, esta vez no se absuelve a nadie. Si podemos seguir tomando la plaza y organizando de forma asamblearia el futuro, todavía hay esperanza…